O Grande Cavallo Catí

 Una visita reciente a mi ciudad natal, Rivera, me puso frente a frente con antiguas memorias. El simple transitar por sus calles me trajo a la conciencia instantes vividos hace muchos años. Tantos recuerdos y tan  insólitos que he querido devolver a la vida algunos que creo merecen ser rescatados. Y empezaré con uno que en su momento tuvo trascendencia nacional, bien que los años se han encargado de echarle un manto de olvido. Este recuerdo en particular me  llega envuelto en una  nube de fantasía. Lo visual y lo auditivo se magnifican y enriquecen en mi recuperado asombro infantil.

 

     Mil novecientos cincuenta y siete, quizás, yo tenía nueve años. Volvía de la escuela por la vieja calle Artigas, allá en Rivera. Los sentidos alertas, despiertos, en una edad en que  todo era nuevo, todo merecía ser registrado e incorporado en un mundo tan reciente  que era necesario ir poniéndole nombre a las cosas, como contaba García Márquez en Cien Años de Soledad. Pasando el liceo, como quien va para la Cuaró (hoy 18 de Julio, ¡qué manía esa de andar cambiándole el nombre a las calles!), un parlante que poco a poco va creciendo hasta hacerse ensordecedor absorbe mi atención con su mezcla de tambores y trompetas y un exaltado discurso en portuñol. A una cuadra, más o menos, se asoma una imagen difusa, no registrada, que va creciendo ante mis ojos y me parece ver, con creciente sorpresa un caballo, sí, un caballo, pero no uno cualquiera, sino uno que venía engalanado con una larga capa -verde en mi recuerdo- y colgantes chirimbolos de colores. Si no hubiera sido caballo habría sido un arbolito de navidad. Alguien lo traía de la rienda, y detrás del mismo una caravana de autos, motos y bicicletas, ensordeciendo el aire con un sonido de parlantes, bocinas y muchas vivas y gritos estentóreos. Presto atención a lo que dice el exaltado locutor y escucho, claramente todavía, las eufóricas palabras: ¡Seores e seoras, aí vein o cavallo Catí, aí vein o cavallo Catí!… Acompañado por una catarata de palabras que se me pierden un poco en la gritería y el tumulto, y de las cuales rescato expresiones aisladas: “¡vitoria!”, “¡heroi!”, “¡orgulho!”…

      Yo conocía al Catí, y no sólo de nombre: era un caballo de  carrera, y de hecho lo había visto correr una vez. Curioso, exaltado yo también por el espectáculo, acompañé la ruidosa caravana durante un par de cuadras, corriendo y gritando entre un montón de niños siempre prestos a integrarse a la algazara, tan ignorantes como yo de lo que estaba pasando. Pero bien sabía que no debía desviarme mucho de la ruta de la escuela a mi casa, porque mi madre no sólo me controlaba rigurosamente el tiempo “¡en 10 minutos llegás de la escuela a casa, y no se te ocurra quedarte por ahí!”, sino que se asomaba a la esquina para ver si yo venía trepando la larga cuesta que me conducía hasta mi casa, en la subidita que iba para la Cuaró, poco antes de la placita que estaba, y está, frente a la iglesia. Así qué, resignado, regresé sobre mis pasos, mirando inquisitivamente hacia atrás, presintiendo que aquella imagen tan fuerte no era de las que se borraban, y que volvería a mí en el devenir de los años memoriosos.

Para reconstruir el episodio que originó aquella fanfarria cuento con el relato de mi padre, un par de fotos borrosas en mi memoria,  de un diario, no recuerdo cual, que por la época podría ser El Día – lo más probable en una casa batllista como la mía- o El País, con un titular y dos imágenes fotográficas que decían: “Aquí debía correr” la primera, que mostraba la imagen de las destartaladas instalaciones del Hipódromo de Rivera, y la otra: “Y aquí corrió”, y mostraba el por ese entonces coqueto Hipódromo de Tacuarembó. El recuerdo de aquellas fotos, las imágenes circenses registradas una tarde que recuerdo fresca y soleada, y lo que me contó mi padre, son lo único que tengo para relatar aquella historia. Mi búsqueda en Internet no surtió ningún efecto, y  los mayores que podrían ilustrarme un poco más lamentablemente ya no existen. Quizás sea mejor así, el legendario hecho se reviste de un barniz mítico  y me siento liberado para contarlo tal cual me llega desde el pasado, posiblemente engalanado.

En el episodio se vieron involucrados dos prominentes ciudadanos de Rivera cuyo nombre omitiré, en parte porque sus descendientes andan por ahí y podrían recriminarme traer a colación esta historia tan a destiempo, después que la misma ha sido prácticamente olvidada y sepultada con sus protagonistas, y en parte porque uno de ellos tenía conmigo un vínculo de parentesco muy cercano.

Se corría en el Hipódromo de Tacuarembó una importante carrera. De hecho se daban cita los mejores veloces del interior, con una fuerte recompensa para la época. A la sazón había en Rivera un caballo llamado Catí, el del título, el legendario y entronizado Catí, que tenía mentas de invencible. Allá en el Norte había arrasado con cuanta carrera había disputado. Yo mismo pude comprobar su invencibilidad una vez que mi padre me llevó al Hipódromo de Rivera a verlo correr. Mi hermano y yo estábamos acodados a la baranda del picadero cuando pasó cerca un jockey al que había visto desfilar un poco antes, a lomo de un vistoso tostado, un curioso personaje medio tuerto y jorobado. Lindo caballo el suyo, nada que ver con el Catí, un oscurito cabos blancos, un caballito del montón.

“¿Quién gana?” le pregunté confianzudo. “¡Gana Coronel!” me contestó al toque. Coronel era el nombre de su caballo, obviamente. “¿Y el Catí?” “¡No pasa nada con el Catí!” me contestó con gesto de suficiencia y seguridad. Corrí adonde estaba mi padre y le sugerí enfáticamente “¡papá, jugale a Coronel!”, “¡y eso por qué!”, “¡el jockey me dijo recién que gana!”, “y bueno, ¡decile que soñar no cuesta nada!”, y se rio de mi credulidad mientras me mostraba un montón de boletos apostados al Catí. Un poco picado hinché por Coronel durante la breve competencia. El resultado fue el previsto por todos, el Catí dejó media cuadra atrás a sus rivales, entre los cuales apenas pude distinguir a Coronel, envuelto en la polvareda.

Por razones que ignoro el propietario del Catí resolvió llevarlo a correr a Tacuarembó con un nombre y una identidad que no era la suya, que tomó prestados de un caballo que pertenecía a mi pariente, y que corría habitualmente en el hipódromo de la vecina ciudad de Santana do Livramento. Concurso necesario, ya que el dueño del Catí era un hombre muy conocido, al igual que su caballo, por lo que además de asignarle un falso nombre se le pintaron las patas y la frente dejándolo tan negro como las intenciones de sus propietarios, y supuestamente irreconocible.

En las previas de la carrera se hicieron todo tipo de apuestas. Además de las boleteadas habituales hubo numerosos y pintorescos “remates” y se rumoreaba que los propietarios y allegados habían cruzado grandes apuestas “por afuera”. Siempre pensé que esas apuestas “por fuera” y por supuesto ilegales estuvieron en el origen de toda la trama.

Se presagiaba una lucha dramática y titánica, pero nada de eso ocurrió: el falso Catí, o Catí verdadero con falsa identidad- es curioso, pero no recuerdo el nombre con el cual corrió, aunque espero que algún memorioso pueda aportarlo-, salió “de abajo de las cintas” como se suele decir cuando un caballo es gran largador, tomó ventaja, ¡y hasta la próxima! He visto muchas películas con un tema similar. En todas ellas existe una lucha tremenda y en todas ellas el caballo protagonista de la historia termina alzándose con la victoria en titánico esfuerzo de último momento, después de sortear mil y una peripecias, y de provocar encontradas y violentas emociones en apasionados espectadores, en una carrera que “cámara lenta” por medio puede durar una eternidad.  No fue el caso. Una vez más el Catí humilló sin compasión a sus rivales en unos pocos segundos.

Lo que vino después es otra historia. Sobre el episodio escuché en su momento diversos relatos sobre las razones por las cuales el engaño fue descubierto. Lo que más oí fue la historia que más se ajusta a una leyenda: algunos contaron que al terminar la carrera se desató una inoportuna lluvia que provocó que el caballo se despintara. Otros afirmaban que ni eso, que bastó el sudor del caballo para que se destiñera, esta versión es consecuente con toda la improvisación del asunto, y apareciendo entonces el blanco de las patas – los “cabos” en el lenguaje campero- y una manchita como una estrella en la frente. Otros dicen que algún soplón reconoció al caballo y le fue con el cuento a los comisarios. La explicación más creíble es la que me dio mi padre: “¡Bah, siempre supieron que era otro caballo, lo que pasa es que creían que ganaban igual, y que se iban a aprovechar de la ingenuidad de los riverenses! ¡Creer que un caballito medio pelo le iba a ganar a sus purasangres! ¡Cuando se vieron derrotados hicieron la denuncia para no pagar las apuestas, eso fue lo que pasó!” Tal lo que me contó mi padre, y me sigue pareciendo lo más plausible, porque lo otro, lo del caballo despintado por la lluvia es casi de pensamiento mágico, castigo divino o algo así.

Gran revuelo, los responsables presos durante un breve lapso, titulares en toda la prensa nacional, y un cuarto de hora de fama del Catí, que según mi padre le costó caro a los perpetradores, cuyas carreras políticas se vieron seriamente comprometidas. Todo lo cual no impidió que la victoria del Catí fuera vista en Rivera como un rotundo éxito y una afrenta para los rivales de siempre: los tacuaremboenses. Hoy día me llama la atención que lo hayan visto de esa manera, ya que tengo bien presente una máxima de mi admirado escritor Edgar Allan Poe: el crimen sólo tiene sentido cuando asegura la impunidad de su autor. Creo que los riverenses se quedaron con la proeza del Catí, y se olvidaron del resto…

Yo apenas había prestado atención a todo el proceso, hasta esa tarde en que casualmente me crucé con el Catí cubierto de oropeles. Después de un prolongado cautiverio en Tacuarembó había sido finalmente liberado, y como correspondía fue recibido en Rivera como lo que era, un héroe, “el caballo del pueblo”. Y poco más supe de él. Creo recordar que corrió una vez en Maroñas, en una de esas competencias organizadas por el Jockey Club para caballos que se destacan en las cuadreras del interior, e hizo lo de siempre, lo único que sabía hacer, ganar. Aunque esa actuación debe haber sido anterior a su proeza tacuaremboense, ya que lo habitual es que un caballo cuya identidad ha sido falsificada sea eliminado de todos los registros y no vuelva a competir nunca más. Duro castigo para el Catí que puso así fin a su campaña victoriosa.

Reitero que todo esto me viene de un pasado casi legendario, un pasado que me remite a una infancia de la cual también me llegan esfuminados otros episodios entonces notorios: la balacera en la cual murió en la calle principal el famoso Pancho Goes, episodio que un diario de Montevideo tituló: “Rivera: el Far West de la frontera”, para la ira de Cabrerita, el más conocido periodista radial de la ciudad. O aquel otro, eterno y universal en la memoria colectiva, pero muy personal en mi recuerdo, que me remonta al 16 de julio de 1950, cuando a los tres años asistí asombrado desde la casa de mi abuelo, en la cima del Cerro del Marco, a la parafernalia desatada de un lado del cerro, mientras del otro nada, velorio total. ¡El  Maracanazo!

Quizás en toda esta narración se haya deslizado algún error, admito haber trabajado exclusivamente con la memoria. Como quiera que sea esa es mi versión de los hechos. Así como los recuerdo los conté, y ojalá que contribuya aunque sea un poquito a mantener vivo ese rico pasado anecdótico, casi mítico, de mi querida y exótica ciudad natal.

Y remontando la calle Artigas sesenta años después, vuelvo a oír las fanfarrias, vuelve a sacudirme la vieja emoción:

¡Sí señores, emergiendo una vez más entre las ruinas circulares del tiempo, ahí está, aí vein, aí vein o grande cavallo Catí!

 

Mauro Barboza