- Último Capítulo: Gauillón y el Carro Fantasma.
A todo esto el estado del Barón de Gauillón se agravaba. Durante la noche comenzó a hacer fiebre. A sus gritos y reclamos y maldiciones contra Valois, Lusignan, Villajoyosa, y toda aquella caterva de parásitos que se autodenominaban caballeros y sus reclamos desgarradores de que le devolvieran a Ximena, se unían quejidos de puro dolor y desvarío, con el resultado de que nadie podía dormir en el castillo, ni siquiera Valois, que hundido entre pieles de osos, ciervos y jabalíes contemplaba el fuego, absorto, haciendo llenar una y otra vez su copa por la opulenta Antonia, cuyos rotundos glúteos palpaba por hábito pero sin ganas, meditando como emprender una retirada honorable y recomponer las cosas con su lejano pero omnipresente hermano. A ratos intentaba levantarse, preso de la irritación, para ir a hacer callar al Barón, más molesto por sus gritos que por lo que decía, ya que sumido en sus propios pensamientos no prestaba atención al sentido de las palabras. Hasta que finalmente se quedó dormido, amorosamente arropado por la bella Antonia, quién se acostó a su lado y de a ratos le acariciaba pensativamente el rostro: su destino, para bien o para mal, estaba ahora ligado al de aquél hombre, y toda su preocupación se volcaba hacia un futuro en el que depositaba más esperanzas quizás de las que debiera.
Poco después de la medianoche el castillo descansaba en sombras, el silencio únicamente era roto de tanto en tanto por los lamentos y gemidos de Gauillón. De repente medio se levantó paseando por la estancia su alucinada mirada, a la vez que aullaba, más que gritaba:
– ¡El Carro, el Carro!, ¿no lo oís? ¡Es el Carro de Ankou, el segador siniestro que viene a buscarme! ¡Oigo el chirrido de las ruedas, los cráneos que golpean dentro del carro! ¡Lo veo, lo veo, ahí está, en el umbral, con el rostro cubierto, y sus manos huesudas alzando la guadaña! ¡Cerrad las puertas, rápido, no lo dejéis entrar!- y envolviéndose en la manta se arrebujó como un niño pequeño ante la mirada asombrada del leal Bonflay, rechazando los emplastos que pretendía aplicarle el doctor Plougrescat, convocado urgentemente esa misma tarde.
– ¡Señor, tranquilizaos, que vais a hacer sangrar la herida otra vez!- repetía una y otra vez el médico, quien reclamó a Bonflay y a las dos doncellas allí presentes que lo ayudaran a descubrir a Gauillón para continuar colocándole sus compresas frías y sus ungüentos de algas, según él la única forma de salvarle la vida. Era un médico prestigioso, formado en la incipiente escuela de talasoterapia de Perrós-Guirec, y fundaba toda su ciencia en baños medicinales, agua fría, lodo y emplastos de algas. Como quiera que la gente había constatado empíricamente que estos tratamientos al menos no hacían daño a los pacientes, y algunos incluso mostraban mejoría y hasta se curaban, su renombre había crecido, y lo preferían abiertamente a otros médicos que realizaban incongruentes tratamientos basados en sangrías, potajes intragables y ensalmos descabellados. No estaba desencaminado Plougrescat en tratar de mantener baja la fiebre de Gauillón y contener la pérdida de sangre, era sin duda lo mejor que podía hacer, teniendo en cuenta los conocimientos científicos de la época. Pero no contaba con el asentimiento del propio Gauillón, quien a gritos destemplados se resistía a recibir las compresas frías que pretendían aplicarle en todo el cuerpo. Cuando las dos doncellas intentaron colocarle los paños mojados alrededor del torso lanzó un alarido y se convulsionó desesperadamente:
-¡Las lavanderas, las lavanderas del campo, perdido estoy, ahora retorcerán mis huesos y los envolverán en un sudario antes de que el Ankou los arroje dentro de su carro y me transporte a las tinieblas!
– ¡Señor Barón, que es blasfemia lo que estás diciendo!- alcanzó a protestar el cura, hasta ahora semioculto en un rincón rezando quedamente, mientras miraba en que quedaba todo aquello. Pero cuando escuchó al Barón hablar del Ankou y de les lavoirs du champ, las lavanderas del campo, antiguos mitos bretones desterrados por el cristianismo, creyó conveniente acercarse para salvaguardar el alma del Barón de la acechanza de aquellos demonios. Mejor no lo hubiera hecho.
– ¡Es él, es el Ankou!- vociferó con los ojos desorbitados Gauillón al ver aproximarse al encapuchado, tomó la jofaina en la cual remojaban los paños y lo golpeó en cabeza, rompiéndola con gran estruendo y dejando al sacerdote empapado y gritando de dolor mientras se tomaba con ambas manos la cabeza.”¡Sáquenlo de aquí, sáquenlo de aquí, no quiero que me lleve, no quiero!” Los alaridos de Gauillón, los quejidos del cura, los gritos desatentados de Bonflay, de las mujeres y del médico, todos profiriendo ayes lastimosos o dando órdenes sin saber bien qué hacer se mezclaron en un mini aquelarre que tuvo su conclusión cuando Gauillón, la cabeza ensangrentada, cayó de rodillas junto a su lecho: “¡Ximena, Ximena!” musitó con expresión dolorida, juntando sus manos como si rezara, luego levantó su rostro hacia el Cielo y cayó exánime sobre el piso, totalmente inerte.
– ¡Basta, basta, mirad lo que habéis provocado!- exclamó Maese Bonflay, y se precipitó sobre el cuerpo caído- ¡Muerto, está muerto!- repetía desesperadamente. Ante esto todos quedaron paralizados, el médico reaccionó arrodillándose ante el cuerpo y acercando su oído al pecho. Tras unos momentos expresó:
– ¡No está muerto, aún respira, ayudadme a depositarlo sobre la cama!
Hecho esto agregó:
– ¡No está muerto pero lo estará sin duda si continúa metido en esta batahola! – dicho lo cual hizo retirar a todos, incluso al sacerdote que insistía en permanecer para dar sus auxilios espirituales al Barón, que bien los necesitaba, según repetía ansiosamente. Pero el médico le ordenó que fuera a curarse ese enorme chichón que le salía por la frente, “colocaos unos paños de agua fría y un emplasto de lodo o de algas, de inmediato”, prescribió, fiel a sus convicciones, faltaba más.
La historia no dice nada sobre el final de este episodio, pero todo parece indicar el Barón sobrevivió, ya que no existen datos sobre su desaparición física, y unos años después (¿cinco, diez?) un tal Louis de Gauillón aparece firmando un documento de adhesión a la corona del Reino de Francia, y que sepamos era el único noble con ese nombre. ¿Se consoló de la pérdida de Ximena? Seguramente que sí, el Barón era un individuo hedonista, y sin duda que los placeres de la buena mesa y de las mujeres hermosas son dos cosas de las que nunca pudo privarse…
Dejamos ahora al Barón para siempre, su vida, sus venturas y desventuras desaparecen, se esfuminan en la oscuridad que envuelve a la Edad Media. Pero quedan aún algunos caballeros, de cuyas vidas quizás valiera la pena dar noticia. ¿Fueron felices Gulbenzi y su amada Gigliola? Suponemos que sí, habían encontrado la felicidad el uno en el otro, y eso suele ser suficiente. Si hay amor hay felicidad dondequiera que dos seres se encuentren, si no la hay… no importa que tan encumbrada sea una persona, un ser solitario no será nunca completamente feliz.
¿Hasta dónde llegaron Lusignan y Villajoyosa, dos héroes que hubieran merecido quizás una mayor atención de la historia? No lo sabemos, aunque prometemos investigar.
¿Pudo regresar vivo Vendóme a su tierra? Acá la historia parece tener alguna respuesta, y esa respuesta parece ser que sí, porque los nobles de esta estirpe escribieron páginas grandiosas de la historia hasta la Revolución Francesa inclusive, y eso aparentemente confirma la continuidad de los varones de esa casa.
¿Qué pasó con Blois y su bello y talentoso castratti? ¿Pudieron sortear los escollos de los prejuicios, pudieron escapar a la condena social y ser felices de alguna manera? Es muy posible que sí, por lo menos no ha llegado a nosotros el clamor de un gran escándalo en la corte de Blois, parece ser que se retiró a una vida tranquila y placentera, y así lo acogió el final de sus días, junto a su Doménico, cuya torturada existencia tuvo, después de todo, un final digno de un ser humano.
¿Y Valois, y Dreux, y Armagnac, y tantos otros que confluyeron en aquellos tormentosos días, y los plebeyos, también merecedores de un recuerdo: los Dafons, Bonflay, las bellas aldeanas de la villa de Gailsden, que fue de ellos, de sus esplendores y miserias? Quién sabe, qué importa: pobres y ricos, nobles y plebeyos, honestos y tramposos, hermosas y feas, todos son ahora iguales.
De todas formas si averiguamos algo de ellos en el futuro pueden estar seguros de que lo haremos saber.
Seguramente permanezcan sueltos algunos cabos de esta remota y extraordinaria historia, quizás alguien más erudito y estudioso que nosotros se encargue de resolverlos y anudarlos, antes que todo el asunto quede archivado para siempre en los infinitos y oscuros anaqueles del tiempo. Pero acá es donde sentimos que nuestra misión ha terminado.
¡Y si vos gustó la tragi-comedia “dadnos para un bon vin” y estaremos harto recompensados!
RECINE LEONEL
Fue una excelente apertura, “in decrescendo” un correcto medio y por fin un apresurado pasaje al final que entabla la partida y deja un gusto a poco.
Abrazo amigo Mauro