LA CRIPTA Y LA SOMBRA

LA CRIPTA Y LA SOMBRA.

 

“No hay trama sin revés”

Henry James

 

Me lo encontré una noche de carnaval. Al atravesar la Plaza de San Marcos ahí estaba. Enjuto, cetrino, hundido en una gran capa negra bordada de rojo. Una típica máscara veneciana, con un gran pico encorvado, estaba sujeta sobre su cabeza, dándole apariencia de tener dos rostros, uno sobre otro, a cual más grotesco.

“Se ve absurdo como siempre- pensé-, ni siquiera un disfraz puede disimular su natural ridiculez”. Yo venía de alegres libaciones con algunos caballeros y damas despreocupados y burlones, y me sentía predispuesto a continuar la diversión. Mi amigo, si así podía llamarlo, miraba inquieto a uno y otro lado, parecía buscar a alguien  “Vamos a divertirnos un rato- me dije-, le estorbaré un poco; es cómico cuando se le contraría, se empequeñece aún más, se contrae, pestañea muy rápido y se le enreda la lengua. Un espectáculo risible que nos ha complacido en más de una ocasión. Quizás esta noche nos dé una nueva oportunidad. ¿Qué se traerá entre manos el pequeño hombre?”.

– ¡Mi querido amigo- exclame con un tono que procuró ser afectuoso-, qué magnífico es encontrarlo esta noche! ¡Siempre me acuerdo de los buenos momentos que hemos pasado, es usted una persona con la cual es posible divertirse en carnaval!

Su rostro se iluminó un instante, pero luego pareció desanimarse.

– Celebro verlo- dijo con un tono neutral-, buscaba a Luchressi, porque…

Vaya, pensé, el maldito sabe revolverme el estómago, mencionarme a mi eterno competidor en una noche como ésta…

– … he comprado un tonel de vino español, lo he pagado caro, y me han entrado algunas dudas. Usted sabe que no entiendo mucho de eso, vos sois la persona indicada para asesorarme, pero claro, estáis muy ocupado, sois una persona importante, en cambio Luchressi…

– ¡Basta!- exclamé irritado.

– ¿Cómo?- pareció encogerse y me miró sorprendido.

– ¡Vamos!

– ¿Adónde?

– ¡A tu bodega, te sacaré  de dudas y sin ningún margen de error!– el coraje me daba ánimo para tutearlo abiertamente y ya me lo llevaba casi a empujones rumbo a su palacio. “¿Así que Luchressi, eh? ¡Ya verán tú y ese engreído!- me decía-. ¡No sólo te quitaré las dudas sino también el vino que terminaremos disfrutando con mis amigos a tus expensas!”.

Un grupo de alegres festejantes venía por la calle, enarbolando botellas y mandolinas. Cuando nos vieron vinieron hacia nosotros, claro, mi figura es inconfundible aún dentro de un traje de arlequín. Observé que mi acompañante se ajustó la máscara sobre el rostro. Hace bien, pensé, el pobre es casi un innombrable en estos días… “¡Eh, Fortunatto-gritaban, cantaban- estás en la gloria, Fortunatto, esta es tu fiesta!, ¿es muy lujosa tu góndola Fortunatto, que te traes este año?, ¡cuéntanos Fortunatto!” Y mi nombre que como un retintín repetían a cada momento: “¡Fortunatto, Fortunatto!” Y yo reía y agitaba las manos, feliz, que no, que no iba a contar nada, que se iban a asombrar cuando me vieran pasar por el canal mayor, la Vía Vénetta, todo engalanado, espléndido, con Ninetta a mi lado encandilando a la multitud. ¡Tentado estuve de irme con ellos, y prolongar la fiesta y el canto y la risa! ¡Ojalá lo hubiera hecho!, pero ya mi insignificante compañero, escondido detrás de mí, sordo a la alegría y el bullicio del carnaval me tiraba de la manga recordándome mi promesa. Suspiré resignado y me despedí entre protestas prometiendo un pronto regreso a la fiesta.

Un acceso de tos me sacudió inoportunamente. Este clima húmedo me está matando, me dije, quizás me tome unas vacaciones en el campo, después del carnaval, claro. Por nada del mundo me perdería el desfile de los carros navales, los “car-navalis” que dan nombre a nuestra famosa celebración, el carnaval. Mi propia nave, embanderada, lujosa, con Ninetta como estandarte, luciendo toda su belleza, y diez remeros por añadidura, es algo que deseo lucir orgulloso a los ojos de los venecianos. Éste será el año de mi epifanía, pasearé en triunfo por los  canales. Es tanta mi exultación que apenas puedo esperar la hora… todo esto pensaba mientras mi amigo parecía preocupado por mí, ¿sería afectación, puro fingimiento? Sin embargo hubiera jurado que el pobre diablo era sincero, es claro que quería congraciarse conmigo, saltaba a mi alrededor como un perrillo callejero.

Esto pensamientos fueron interrumpidos al llegar a su casa, un antiguo palacio junto a la Vía Fioritta. La humedad trepaba por los muros como una enredadera maligna, y la fachada se veía agrietada y descolorida. El dueño de casa pareció contrariado al no encontrar ningún criado.

– ¡Les di órdenes expresas de no abandonar la casa- exclamó-, ya verán mañana!

– Poco tienen que temer entonces…- dije para mí, y luego, alto- ¡Eso es, debe hacerles sentir el rigor del amo!- y disfracé una risita con un muy oportuno ataque de tos- Usted sabe como son los criados venecianos, ¡siempre hacen lo contrario de lo que se les ordena!- agregué en cuanto pude reponerme un poco.

– Así es, pero debería cuidarse de esa tos, volvamos… todavía es posible encontrar a Luchressi…

– ¡De ninguna manera, Luchressi no distingue un buen vino de un jugo de uvas, sigamos!

Se encogió de hombros y con una reverencia me abrió camino. Pasé alegremente, haciendo sonar lo cascabeles. Estaba bastante achispado y dispuesto a divertirme a cualquier costo. La sola idea de que aquel engendro pudo haber tenido a Ninetta, a mi Ninetta entre sus brazos me enardecía, ¡qué buena burla iba a hacer de todo esto! Tomamos una tea cada uno. Una empinada escalera de caracol se presentó ante nosotros. Descendimos. Tras una puerta de roble reforzada con sólidos herrajes que mi acompañante abrió con una gran llave que colgaba de su cintura se nos ofreció una bóveda terriblemente húmeda. Se conocía que se situaba por debajo de los canales pues el salitre se escurría entre las piedras y al secarse formaba gruesas telarañas blancas, como si de la cueva de una monstruosa araña se tratase. Todo aquel palacio rezumaba decadencia, parecía a punto de desplomarse, incluida la catacumba. Era un fiel reflejo de la familia de mi acompañante. Nunca fueron verdaderos venecianos, como ese moro que anda por ahí  pavoneándose de sus victorias y de haber conquistado el corazón de una tierna y hermosa niña blanca… tierna, ¡bah, un corazón lujurioso es lo que oculta tras su apariencia de ángel! ¡Pero todos caerán, se irán, pondremos en su sitio a franceses, españoles, moros, cuántos advenedizos se han acercado olfateando nuestra gloria, nuestra riqueza y nuestro poder, y los verdaderos venecianos permaneceremos! Los antepasados de éste eran franceses, tuvieron su parte del botín, pero eran otros tiempos, eso ya se acabó… a  él le toca ahora lo peor… ¡y yo se lo proporcionaré!

Eso pensaba. Volví de mis pensamientos lanzando una mirada en torno: hileras de botellas yacían en el suelo, junto a alguno que otro tonel de vino del país arrimado a la pared. Mi amigo tomó una botella, rompió el cuello con un gesto que quiso ser elegante y me la alcanzó, que bebiera, que era un Medoc excelente y me abrigaría de la humedad. Aunque saciado nunca me resisto a un buen vino, y el que me ofreció no era nada despreciable. Unos cuantos tragos y un tropezón casi me llevó al suelo. A nuestro alrededor danzaban los huesos de sus antepasados, o quizás de sus enemigos, esta gente supo ser tortuosa y temible.

–  Bebo por tu larga vida- me dijo.

– Y yo por el reposo de todos los muertos que nos rodean- contesté.

Los vapores de largas horas de beberaje casi me impedían caminar. Me apoyé en una pared y me deslicé pesadamente hasta quedar sentado. Al levantar la vista descubrí un escudo de armas esculpido en una de las arcadas que sostenía el túnel. Me parecía ver una serpiente que hundía sus colmillos en un talón que la aplastaba. Creí recordar que se trataba del antiguo símbolo de su familia. Las imágenes y los huesos apilados danzaban ante mis ojos. Un rostro demoníaco que se inclinaba hacia mí me provocó un sobresalto, expulsando las visiones. De un manotazo le arranqué la máscara y la arrojé a un costado.

– ¡Un hombre debe dejar ver su cara!- exclamé. Sus ojos brillaron de una manera extraña, que no me gustó. ¿Se irritaba, o pretendía acaso burlarse de mí? Me incorporé con dificultad, dispuesto a confrontarlo. Cuando lo miré de nuevo su rostro había recuperado su mansedumbre habitual, la que convenía a nuestros rangos. Quizás había sido sólo un efecto del reflejo de las antorchas,  pero no pude evitar mirar a mi alrededor con cierta aprehensión. Tuve un momento de indecisión, ¡ojalá hubiera escuchado entonces  la vocecita de la razón que pugnaba por abrirse paso entre los vapores del alcohol y hubiera mandado al diablo al amontillado y a mi guía!, pero ya el maldito venía hacia mí con otro frasco de vino espumante, que me tentó una vez más como cura infalible de todos los males, de todos los temores. Un trago, dos, y recuperé el ánimo que nunca me ha faltado, ¡ah, el viejo y querido vino!

La cabeza me dolía, parecía que una gigantesca mosca me zumbara encima, pero estaba dispuesto a desquitarme a como diera lugar de lo que ya me estaba resultando un mal rato más que una diversión. Mi interlocutor se veía ansioso, dependiente, preocupado, mencionaba algo sobre mi familia. Lo interrumpí con un gesto imperioso. Mi familia… busqué en su expresión un relámpago de resentimiento y encono, pero no lo encontré. Sus ojos ya huían en otra dirección, hacia el fondo de la cripta, y con un gesto señalaba algo que no se podía ver en el extremo oscuro.

¿Qué pasaría por su cabeza en aquel momento? Ahí estaba él reunido con el hombre que se había quedado con Ninetta. Creo que el pobre esperaba de ese matrimonio su salvación, la interrupción de la decadencia de su casa. Pero ella era demasiado para él… demasiado bella, demasiado rica. Sus padres la habían comprometido cuando aún era una niña muy pequeña, seducidos por el encanto de este antiguo palacio y un título que seguramente le abriría las puertas del castillo ducal. Pero cuando Ninetta creció tan hermosa, tanto como crecía la riqueza de su padre, muchos pusieron sus ojos en ella, ¡y yo el primero, yo que entre todos resulté el favorecido! Por cierto que usé toda mi influencia para que el Dux anulara aquel ridículo compromiso. Hubo que comprometer al infeliz en un par de escándalos e intrigas. Hasta pensé alguna vez en deshacerme de él por medios expeditivos como los que suelen emplear los Médicci. Por suerte no fue necesario, su caída era inevitable. Pero no fui yo el único responsable. Sus descuidados viñedos de Umbría estaban en tierras propicias como pocas, y muchos andaban detrás de esas uvas. ¡Yo no, a mí sólo me interesaba Ninetta, y todos los medios eran buenos  para conquistarla! “Engaña impunemente a las jóvenes, fuera de esto observarás siempre la buena fe”, tal lo que aconseja el gran Ovidio. Al final Ninetta fue mía, y en esa unión he fincado mi prosperidad, ¡“afortunado, afortunado”, así es como me siento!  ¿Sospechará algo éste? Nunca le he descubierto un gesto o una palabra de resentimiento. Claro que el vino afloja la lengua y embota la razón, quizás alguna vez fui demasiado lejos en la ironía, no sé, no recuerdo, ¡pero basta!, ¿qué puedo temer? Soy influyente y poderoso, soy más  grande y fuerte que él, ¡puedo destruirlo con una palabra, o con un revés! Envalentonado por estos pensamientos hice tintinear alegremente mis cascabeles y di un paso temerario hacia las tinieblas.

– ¡Fuera de mi camino, sombras!- grité, y lancé la botella que tenía en la mano por encima de mi hombro, al tiempo que daba un traspié y me aferraba ignominiosamente a la viscosa pared. Mi acompañante me miró sorprendido. Me enderecé y repetí el gesto, con una mímica ampulosa.

– ¿No comprendes?, entonces no eres de los nuestros…

¡Bien lo sabía yo! En mi mano había estado más de una vez la piedrecilla negra que entre tantas blancas vetaba su ingreso a la logia masónica. ¡El muy iluso! En ciertas lides todo vale. Necesitaba disminuirlo, rebajarlo a los ojos de Ninetta y así lo hice, ¿y qué?, en la vida real el Arlequín siempre vence al tímido Pierrot, aunque en los teatros Colombina suele conmoverse por las lágrimas del vencido. ¡Tonterías, el mundo es de los fuertes!

Bajamos un poco más. El aire se volvía irrespirable, el túnel era larguísimo. Además de catacumba y bodega debió servir como vía de escape en las épocas difíciles… los miasmas del pantano penetraban desde abajo en aquel palacio que se hundía… eso y el alcohol me hacían sentir mareado, embotado, pero lo último que quería era mostrar debilidad ante el insignificante hombrecito. Fastidiado corté una nueva alusión a mi tos, una solicitud que ya me molestaba. ¿Le importaría realmente mi salud? Me permití dudarlo. Quizás su mansedumbre de cordero escondía astucias de lobo. Por algo es tan amigo de ese tenebroso Duque Orsini, ese contrahecho que se asemeja en figura y sordidez a Ricardo III de York y que como éste, según se afirma en voz baja, se deshizo de sus hermanos para quedarse con el legado de su padre, quien con tanta razón lo  despreciaba. Comparte con los Orsini ese fúnebre gusto por las criptas y los huesos, ¡allá ellos!, lo mío es la alegría, la fiesta, el vino, ¡Fortunatto, Fortunatto, mi nombre lo grita a los cuatro vientos!

– ¡Y bien!- dije impaciente, harto, dispuesto a reprender severamente al dueño a de casa-, ¿dónde está ese vino?

– Ahí- contestó- ya llegamos.

Levanté mi antorcha parpadeante pero no vi nada, salvo el extremo del túnel, miré estólidamente a mi guía, pero éste ya me empujaba contra la pared ayudado por un nuevo traspié que me dejó atontado y lerdo. En un instante me encontré ceñido por algo que me ajustaba el cuerpo al fondo de un nicho de un brazo de profundidad, detrás de un falso arco. Había perdido la antorcha, me tanteé y descubrí lo que parecía una gruesa cadena que me ajustaba por los hombros y la cintura. Intenté escurrirme deslizándome por la pared, pero mi abultado vientre me lo impedía. Al mismo tiempo, y aprovechando mi desconcierto me sujetaba los tobillos con grilletes. Sonreí, creo, con un resto de incredulidad y sorpresa, mientras un relámpago de pavor se abría paso entre los vapores alcohólicos.

– El vino, el amontillado…- reclamé estúpidamente-, ¿qué clase de broma es ésta?, ¡no me hace gracia!

A todo esto el falso levantó las antorchas, las colocó sobre un improvisado soporte  y comenzó silenciosamente a apilar unos bloques de piedra a la entrada del nicho. Comprendí. Creo que perdí el conocimiento por un instante, pero fui soportado por las cadenas. Me recuperé con un ronco bramido que subió desde mis entrañas junto con  un espanto helado que me petrificaba la lengua. Mis ojos revolvieron las tinieblas buscando una posibilidad de escape. Nada. Sólo el maldito antinatura que continuaba apilando bloques, ya iba por la cuarta o quinta hilada. Supe que estaba perdido. Por fin me alcanzaba la verdadera naturaleza de ese engendro. El terror subió nuevamente, esta vez como un fuego que explotó bruscamente por mi boca, expulsando convulsa y violentamente la causa de mis males.  Aturdido, confuso, ganado por la náusea y el  terror me sentí convertido en un despojo, totalmente a expensas de aquel hombre a quien tanto había menospreciado. Se hizo a un lado con gesto de asco al tiempo que hacía un comentario sobre la conveniencia de que me apartara de la bebida. No pude sentir odio en ese momento, creo que hasta lo vi desde una perspectiva diferente: valía mucho más, o quizás mucho menos de lo que yo había supuesto, no era aquel ser inocuo que aparentaba, era capaz del odio, de la hipocresía, de la  venganza. Demasiado tarde lo comprendía. Los Borgia, los Médicci, los Orsini, los Este lo hubieran aplaudido. Un acto de suprema astucia y cobardía… al fin entiendo: soportó las burlas, las humillaciones, las intrigas, con gesto resignado. Rio conmigo cuando debió gemir, gritar o apuñalarme, hizo crecer mi desprecio para engañarme más fácilmente, ¡cuánto debió odiarme, y yo no supe advertirlo! Ahora pagaré mi vanidad. Ya casi completó su macabro trabajo. Es inútil hablarle, intentar ablandarlo, comprarlo. Se ha transformado en un eco, repite mis palabras, pero despojándolas de sentido, si grito el también grita, si lo amenazo contesta calmada y cínicamente que debo cuidar mis explosiones de mal genio, aumentan mi tos y disminuyen el aire dentro de mi reducido cubículo. Me enfrento al vacío, la soledad, la certeza absoluta de mi perdición. Intento rezar, apenas puedo balbucear unas palabras, hace tanto tiempo… y mi pensamiento vuelve a lo que dejo atrás, me enfrento a mi destino, mucho antes de lo que hubiera deseado y vestido de payaso… al fin veo claro, todo ha sido una farsa: yo, éste, la espléndida y cegadora Venecia. Sólo Ninetta ha sido refugio y consuelo en este breve tránsito, sólo ella entre tanta traición y falsedad…

… y éste ya termina su siniestra tarea, restan sus ojos en una mirilla que ilumina con su tea, ¡miserable!, quiere disfrutar de mi agonía y desesperación, pero no le daré ese gusto, ni insultos ni profecías funestas a lo Patroclo moribundo, me queda muy poco tiempo para entregarlo al odio…

… ahora me parece oír pasos que se alejan, pero no distingo bien, los sentidos me abandonan… ya siento el  aire viciado, ya el frío y el silencio, la mano helada sobre mi cabeza… Dios se apiade de nuestras almas…

 

 

 

 

Nota de autor: esta narración es una variación sobre el argumento de “El Tonel de Amontillado”, de Edgar Allan Poe, mi admirado autor. Se trata de un cambio de perspectiva a través de un narrador diferente, a lo que me he permitido añadir insolentemente algunas situaciones y personajes.

Discusión

  1. Gimena