Cap. XXII- Lusignan y su gente abandonan la escena.

 

Cap. XXII-  Lusignan y su gente abandonan la escena.

 

Las investigaciones furiosas y desesperadas de Gauillón no tardaron en tener efecto: algunos hombres habían visto pasar al galope a soldados que reconocieron como pertenecientes a la pequeña corte de Lusignan por el águila de plata sobre fondo gris que lucían en el peto, y en otro caballo montaba una joven vestida a la usanza burguesa y otra mujer, al parecer rubia por los cabellos que asomaban bajo la capucha que ocultaba su rostro. El dato fue suficiente para Gauillón, quien llamó a todos sus hombres disponibles y un rato después se presentó en la tienda de Lusignan, un poco apartada del resto, como ya sabemos. A simple vista advirtió que había febriles preparativos. Hombres sudorosos y en camisa transportaban enseres, enjaezaban caballos y cargaban bultos que supuso contenían bastimentos para una marcha prolongada. Aquello no hizo sino confirmar sus sospechas: quienes le habían robado a Ximena estaban a punto de escapar con su valioso botín.

A sus gritos asomó el propio Conde de la Marche-Angulema, caminando dificultosamente pues las costillas rotas le dolían aún terriblemente.

– ¡He oído que vuestros hombres han raptado a una mujer que me pertenece, mi sierva, de nombre Ximena, exijo que me la devolváis de inmediato o no respondo!

Ante los gritos destemplados de Gauillón, a quien seguían unos cincuenta hombres armados, y a cuyo lado el corpulento Bonflay asentía enérgicamente mientras exhibía un rostro fiero y amenazador, los hombres de Lusignan, unos veinte en total, se armaron apresuradamente y rodearon a su señor. Pocos tenían puestos los protectores, la mayoría solo vestía camisa y gastadas calzas, pero esgrimían sus espadas y lanzas con gesto determinado, y en ellos se advertía la decisión y la experiencia de quienes están hechos al combate, a diferencia de los hombres de Gauillón, apenas entrenados, flojos y más bien acostumbrados a la muelle vida de provincia.

– ¡Por lo que sé la joven no es una sierva, sino hija de hombre libre, y por lo tanto no os pertenece! ¡Y además no ha sido raptada, sino que ha venido muy de su grado porque quiere abandonar a una familia despótica y vivir como una mujer libre en una corte refinada donde recibirá el premio y el respeto que merece! ¿Y dónde está su padre?, ¡es el único que puede reclamarla con derecho!

– ¡Qué libre ni qué ocho cuartos!- contestó airado Guillón blandiendo su espada- devolved ahora mismo a esa joven o no saldréis con vida de esta baronía! ¡Hábrase visto insolencia mayor, habéis deshonrado vuestra condición de huéspedes faltándome a mí, barón de Gauillón y señor de Gailsden que os he recibido de la mejor manera, con todo mi afecto, que he puesto mi hacienda a vuestro servicio, y de todas las frutas del huerto tomasteis la única que estaba prohibida, la que estaba reservada para mí!

Lusignan meditó brevemente que algo de razón tenía Gauillón, si era como decía, si tan obsesionado estaba con la muchacha lo mejor sería entregársela, después de todo eran sus huéspedes, y a él no le gustaba faltar a los deberes de la cortesía entre caballeros. Pero había dado su palabra a Rodrigo, y tampoco quería faltarle a su amigo, de manera que se veía en un dilema. Quizá hubiera optado por complacer a Gauillón, en verdad desconocía que el Barón sintiera tal pasión por la plebeya Ximena Dafons, y en el fondo reconocía sus derechos sobre la joven como señor de la baronía, por más que no fuera ella hija de siervos, y que no estaba por lo tanto obligada por los vínculos de la servidumbre a permanecer en la tierra. Su vacilación y silencio fueron mal interpretados por el impaciente y airado Gauillón, quien dio una belicosa orden a sus hombres, confiando en la superioridad numérica y que los hombres de Lusignan no habían tenido tiempo de armarse debidamente:

– ¡Ya mismo, buscad en el campamento y traedme a Ximena, y vosotros, más vale que no vos interpongas!

Lusignan aferró el puño de su vistosa espada labrada con pedrería de colores y la extrajo a medias de su vaina, pero una divinidad, o quizás un ángel bajó en ese instante del Cielo o del Olimpo y  reteniéndolo de la rubia cabellera, pudo evitar de momento un baño de sangre.

– ¡Bien, busca a la joven, pero cuidado con hacer daño a cualquiera de mis hombres porque entonces ni Dios os salvará de mi espada!- Y cuando dijo esto pensaba en Rodrigo, quien sin duda no había de entregar a la joven de buen grado, buscó sus ojos entre los hombres que lo rodeaban y lo vio pálido, demudado, la mano contraída sobre el puño de la espada. Atinó a hacerle un gesto que quería decir  “¡Qué quieres que haga, él es el señor de estas tierras, y nuestro anfitrión, nos echaríamos encima a Valois y todo su ejército si lo matamos… por una mujer, y plebeya por añadidura!”.

En esto vieron venir a Ximena, debatiéndose entre las manos de varios hombres, y a su lado Vana, las ropas desarregladas, desmelenada, tratando de aferrar a la otra joven para evitar que se la llevaran.

– ¡Con qué aquí estás ingrata!- le gritó Gauillón apenas la vio. Luego se fue sobre ella y la abofeteó- ¡Eres un descarada, una puta! ¿Acaso creías que te ibas a burlar de un caballero, quién es además tu Señor? ¡No te irás así nomás, antes te encerraré en un convento hasta que entres en razón!

Lusignan vio palidecer a Rodrigo, vio enrojecer sus ojos por efecto de la ira, y extendió una mano para contenerlo, pero era tarde. De un salto se plantó Rodrigo entre Ximena y Gauillón, a quien desplazó con un empujón, mientras cruzaba con la joven una honda y reveladora mirada.

– ¡Basta, canalla, respeta a esta mujer o te mataré aunque sea lo último que haga!- y extrayendo rápidamente su espada la colocó ante los ojos de Gauillón. El Barón puso cara de asombro ante el atrevimiento, luego su expresión de estupor se transformó en una máscara oscura y reconcentrada de odio y perversa inteligencia. Gauillón no era un mal hombre, más bien era un hedonista señor de provincia, a quien le hubiera gustado no verse nunca en entredichos como los que le habían traído todos aquellos Señores a quienes odiaba intensamente. Se maldijo una y mil veces por no haber cedido a sus impulsos y haberse llevado tiempo atrás a Ximena a su castillo y haberla convertido en su manceba, y ahora se arrepentía profundamente de su bonhomía. De tal manera lo dominaba la irracionalidad de su pasión.

– ¡Ah, entiendo, ahí está la madre del cordero! ¡Así que eres tú, maldito desharrapado y señor de ninguna parte quién pretende arrebatarme a esta joven! ¡Y tú, Lusignan, ibas a permitirlo, traicionando a tu anfitrión y a tu linaje!- dijo esto con voz tonante y luego, a sus hombres- ¡Tomad prisioneros a este hombre y a esta mujer y si se resiste mátenlo, aunque más me agradaría disponer de él durante algunas horas en las mazmorras del castillo!

Pero esto era más fácil de decir que de hacer. Cuando dos de sus hombres se acercaron a Rodrigo para cumplir con la orden vieron que éste enarbolaba diestramente la espada y recordando sus hazañas en el torneo se contuvieron prudentemente. Al mismo tiempo los hombres de Lusignan dieron un paso al frente. Bonflay, situado a un lado del Barón acercó su boca al oído de éste y le susurró previsoramente: “¡Señor, ya tienes a la joven, vámonos de acá que esta gente es avezada en el combate!”, pero Gauillón, dominado por el despecho no oía consejos, y se lanzó sobre Rodrigo procurando golpearle con la espada. El español hizo un quiebre y lo dejó abanicando el aire, a la vez que con un revés en el casco lo mandaba por tierra, atontado y sangrante aunque no herido de gravedad. Los hombres del Barón rodearon de inmediato a Rodrigo para vengar a su señor y avanzaron con las armas en alto, pero Lusignan no estaba dispuesto a presenciar impasible tan desigual combate. “¡A ellos, mis amigos, defendamos a Rodrigo!” Sus hombres se precipitaron a su vez con las armas en alto abriendo un corredor para poner a salvaguarda al español, hubo  cuchilladas y lanzazos, se vio a algunos hombres retroceder lanzando ayes de dolor y chorreando sangre, de ambos lados. Lusignan era hombre diestro, como ya hemos visto, pero un dolor lacerante lo traspasaba impidiéndole usar su espada con la destreza habitual, recibió un par de  golpes y la hubiera pasado muy mal si el propio Rodrigo, blandiendo su espada con furia no hubiera acudido a su lado derribando de paso a dos o tres hombres, aunque se pudo ver que golpeaba con la parte plana, evitando herir de muerte a sus contrincantes.  “¡Alto, alto, deténganse antes de que pase algo irreparable, no es necesario que muera nadie hoy aquí! ¡Lleváos a vuestro señor para cuidarlo, y nosotros haremos lo mismo con los nuestros, si preferís pelear el Barón se desangrará sin remedio!” se oyó la voz estentórea de Lusignan sobreponiéndose al ruido de las armas, los gritos de dolor y los insultos que dominaban el aire. Sus hombres, reconociendo su voz, se hicieron atrás levantando la armas en gesto defensivo mientras veían en que paraba aquello. Los hombres de Gauillón, que la estaban pasando mal pese a su superioridad numérica, se reunieron a su vez y miraban alternativamente al caído y a Bonflay que resoplaba sin acertar a tomar una decisión. “¡Bonflay- grito todavía Lusignan-, detén esta locura, llévate a Gauillón a que lo curen, no querrás que muera acá mismo!”.

El aludido titubeó, la vengativa ira y la prudencia competían dentro de él. Al ver a sus soldados, torpes y lentos comparados con los de Lusignan se maldijo interiormente por haber sido tan complaciente con sus hombres, mucho más aficionados, como él mismo, a los placeres de la mesa y el vino que al entrenamiento riguroso y la vida austera que se deben dar los servidores de armas. Al mismo tiempo Gauillón comenzó a despertar tras el golpecito que lo desatinó, sus ayes y la sangre que corría por su rostro terminaron de decidir a Bonflay, quien llamó a sus hombres a retirar del lugar al Barón y a los otros heridos y emprender una prudente retirada, olvidándose por el momento de Ximena. De todas formas no omitió amenazar y fanfarronear mientras se alejaba: que el asunto no terminaba ahí, que iban a volver, que eran unos malnacidos y desagradecidos, que el Duque de Bretaña se iba a enterar de lo ocurrido, todo ello matizado con coloridos insultos.

– Me preocupa lo último que dijo Bonflay- se oyó decir entonces a Lusignan-, Gauillón es vasallo directo del Duque de Bretaña, es seguro que Dreux se presentará aquí con su gente, no sólo para vengar los agravios supuestamente hechos a Gauillón, sino los suyos propios.

– ¿Qué debemos hacer entonces?- exclamó preocupado Rodrigo.

– Partir ahora mismo, que carguen lo que ya está preparado, cuanto menos mejor. Debemos andar rápido y ligeros de equipaje. “Les yeux son faits”- concluyó erudita y juiciosamente.

 

No había transcurrido un par de horas cuando ya la comitiva de Lusignan emprendía el camino de regreso hacia su tierra, hacia la Marche-Anguléme. Los esperaban largas y penosas horas de viaje a través de la campiña bretona. Lusignan no quería dar motivos a Dreux ni a Valois para que lo juzgaran como a un traidor. Aunque todo el episodio de Gailsden se le antojaba ahora una simple fantochada de señores ociosos los combates en el campo  habían dejado resquemores varios, a lo que se agregaba ahora lo ocurrido con Gauillón, vasallo del Duque de Bretaña. No dudaba que ante su deserción los mencionados podrían enviar gente a buscarlos, y ellos no eran más de unos veinte hombres, a los que se agregaban ahora dos mujeres. Aunque habían dejado todo el equipaje que pudiera entorpecerlos unos cuantos hombres a caballo, sin mulas ni otra cosa que los enlenteciera podrían darles alcance fácilmente. Por esta razón Lusignan, en un gesto de astucia, despachó servidores hacia Dreux y Valois, con sendos mensajes en los que afirmaba que su estado a raíz de las heridas recibidas en el combate y la reciente escaramuza “de la que sin dudas vuestra merced tendrá noticias” había empeorado sensiblemente y que debía dirigirse en forma urgente a su tierra donde médicos de su confianza cuidarían de su salud. Y para causar impresión entre los posibles testigos se hizo transportar en una improvisada parihuela, sobre la cual iba tendido con expresión lastimera y emitiendo conmovedores ayes, casi indignos de un noble señor.

 

 

 

 

Discusión

  1. RECINE LEONEL