- Ximena Dafons
Lusignan se retiró enojado y rezongando junto a un cabizbajo Rodrigo, quién ya se había resignado porque le quedaba bien claro que en aquel ajedrez no era más que un peón, y que su destino era ser sacrificado llegando hasta las últimas casillas sólo para que otros se llevaran la gloria y los estados. Pero ya sus pensamientos volaban en otra dirección, ahora la escena la ocupaba completamente Ximena Dafons. Entretanto el Conde, que caminaba meditabundo a su lado, ya había tomado una decisión, aprovechando que los demás caballeros, totalmente desprevenidos se aprestaban a disfrutar del banquete ofrecido por Valois, que los iba a dejar ahítos, borrachos y desparramados por el campo, en donde los habrían de recoger solícitos escuderos.
– ¡Debemos partir esta misma noche! ¡No permaneceremos un día más junto a gente tan villana e innoble! ¡Y vos debéis acompañarme, nunca faltan empresas para un caballero como vos, y me seríais de gran utilidad para los difíciles tiempos que se avecinan!- expresó enfáticamente Lusignan, y no exageraba ni andaba desencaminado que todos los tiempos eran difíciles para un señor feudal, siempre empeñado en conflictos fronterizos en un mundo como el medieval en permanente recomposición.
– De acuerdo, estaré encantado de serviros, pero sin Ximena no hay trato- contestó tras un momento de meditación Rodrigo, y se quedó mirando hacia el cielo, melancólicamente.
“Este tonto no se va a mover de aquí sin una respuesta definitiva de la tal Ximena… Es inútil, más tira un pelo del pubis que una yunta de bueyes…”, se quedó pensando Lusignan, quien por otra parte, después de haber visto a Rodrigo en el campo de Agramante pensaba que era un nuevo Cid, y con él a su lado ya se hacía rey de tres o cuatro estados, cuando menos.
Se dirigió a la parte posterior de la tienda y llamó imperioso:
– ¡Vana, ven aquí! ¡Ve inmediatamente y te traes a esa joven, Ximena Dafons! ¡Enviaré a dos hombres que te acompañen, y te la traes a como dé lugar! ¡Eso sí, todo debe hacerse con el mayor sigilo y disimulo!
Y ante la mirada asombrada y un poco asustada de la muchacha, que veía a un Lusignan distinto al que conocía, arbitrario y despótico, suavizó su expresión. No le gustaba que lo viera de esa manera.
– Nos vamos esta noche, no le digas a nadie, nos vamos en secreto. ¡No permaneceré un día más con estos hombres indignos! El hecho es que pretendo llevar conmigo a Rodrigo de Villajoyosa, estoy seguro que juntos nos aguarda un alto destino, pero él no partirá si Ximena no nos acompaña, ¿entiendes? Es muy importante la tarea que te estoy encargando, y de paso prepárate, tú irás conmigo… Si lo deseas, claro.
Vana nunca había deseado tanto algo como acompañar a Lusignan. Se estremeció de gozo, no pudo evitar que su alegría se transparentara en sus ojos y en su expresión radiante, lo que enterneció aún más al caballero.
– ¿Supusiste siquiera por un segundo que te iba a dejar en este lugar, tonta?
Eso dijo y la atrajo hacia sí estrechándola amorosamente, aunque no sin dolor.
Un rato después una irreconocible Vana, vestida como un muchacho, calzas y jubón grises, botas castañas y un discreto sombrero con una pluma roja, única nota de color, que de todas formas parecía reclamar un elevado origen, cabalgaba junto a dos robustos hidalgos de la compañía de Lusignan, con destino a la desembocadura del Blanqué, donde residía la familia Dafons. La peripecia fue rápida. Encontraron a la joven trajinando, como todos los días, junto a dos de sus hermanas, casi tan bellas como ella, aunque la que evidenciaba ser mayor tenía en su rostro y en su gesto una expresión de rigidez y severidad que alejaba de su entorno cualquier signo de alegría y de expansión. La menor en cambio tenía una expresión de animalito feliz, siempre dispuesta a la dispersión y a la risa fácil, con un gesto infantil e inocente que llevaba a sus parientes a sospechar que era víctima de algún tipo de encantamiento. Ximena en cambio poseía una mirada perspicaz y profunda, no exenta de picardía y acompañada a menudo por un gesto burlón y despectivo ante lo que entendía eran posturas fundamentalistas y obtusas de sus mayores. “Esta joven nos va a traer muchos problemas, belleza e insolencia son una mala combinación”, pensaba su padre, y en esos momento se decía que casarla cuanto antes era la única solución. Pero al mismo tiempo debía valorar muy bien lo que tenía entre manos, y todavía no estaba conforme con ninguna de las numerosas ofertas que le llegaban, ninguna que significara una ventaja importante para la muchacha y para la familia. Esta era la Ximena que encontramos en este momento transportando la ropa desde el arroyo hasta los arbustos que servían de tendedero.
– ¡Chist, soy yo, Vana!- dijo ésta refugiada tras unos arbolillo aprovechando que Ximena se había apartado un momento de sus hermanas. Tras un sobresalto apenas percetible, la aludida se arrimó al escondrijo de Vana.
– ¿Pasa algo?- gritó su hermana mayor azotaba enérgicamente la ropa contra una roca a unos treinta pasos.
– ¡Oh no, asusté a un animal, una liebre quizás, y ella me asustó a mí!- y luego arrimándose a su amiga, en voz muy baja- ¡Vana!, ¿qué haces acá?
– He venido a buscarte, partimos esta noche hacia la Marche- Angulema, y Rodrigo, quien te ama apasionadamente, quiere que vayas con él, me ha dicho que está dispuesto a casarse contigo en cuánto la ocasión lo permita…
– ¿Cómo dices?, ¡pero eso es imposible, no puedo hacer nada de eso sin el consentimiento de mi padre!
– Escucha, no hay tiempo para formalidades. ¡Lusignan ha decidido abandonar a Valois, y has de saber que tanto su vida como la de Rodrigo corren peligro si no partimos cuánto antes!
– ¡Oh, lo siento, no sabes cuánto lo siento, pero no es mi destino, debo resignarme y respetar los designios y el honor de mi familia!
– ¡Que pasa, estás hablando sola, o hay alguien ahí!- volvió a gritarle su desconfiada hermana mayor, que por fortuna estaba demasiado ocupada para abandonar su tarea, mientras la otra hermana, que había estado refregando ropa en la orilla mientras canturreaba una cancioncilla, apenas prestaba atención, acostumbrada como estaba a las rencillas de sus hermanas.
– ¡Por favor mujer, piensa en ti misma!- insistía Vana- ¡No volverá a presentarse una oportunidad como ésta, serás la esposa de un noble, tendrás todo lo que soñaste, sin contar con que el caballero es gallardo y te ama entrañablemente!
Lo que decía Vana era cierto. Ximena extendió una última prenda sobre el arbolillo, la alisó primorosamente mientras su mente volaba dimensionando tanto como le era posible en ese momento los pros y los contras.
– ¿Qué debo hacer?- respondió tras una pausa que le pareció eterna, pero que transcurrió en apenas unos segundos.
– ¿Ya vas a venir o tendré que ir a buscarte para que cumplas con tus obligaciones?- le gritó a voz en cuello su hermana mayor, siempre vigilante y un poco envidiosa, dispuesta a jurar que su hermana no era del todo ajena al efecto que provocaba sobre los hombres, que sabía bien cuánto los atraía y los excitaba.
– Cuando no te estén viendo arrímate al bosque, te estaremos esperando y te llevaremos al campamento de Lusignan, donde aguardarás convenientemente oculta hasta la noche. Luego partiremos. Tienes una hora. ¡No te arrepentirás!
Ximena intuyó más que escuchó estas últimas palabras cuando ya regresaba hacia el arroyo para evitar que su hermana, quien la contemplaba insidiosamente, y siguió haciéndolo todavía un rato, investigara más a fondo la escena.
Algo se olfateaba en el aire, porque cuando Ximena volvió a su casa advirtió la mirada cejijunta de su hermana, que no le quitó la vista de encima ni un segundo. Poco después se acercó a su hermano y estuvieron un rato conversando por lo bajo, tras lo cual este se dirigió a su hermana y con voz tronante le gritó, más que le habló:
– ¿Con quién hablabas en el bosquecillo hace un rato? ¡Y no te atrevas a negarlo porque tus hermanas te vieron claramente!
Ximena ojeó a sus hermanas, pudo apreciar una vez más la mirada desconfiada de Monse y la mirada distraída de siempre de Aleida, quién nunca se enteraba de nada ni prestaba atención a lo que se hablaba. Monse le iba a traer muchos problemas, lo sabía, y lo mismo ocurría con su hermano, Rugnón, digno hijo de su padre, a quién incluso superaba: austero, mandón, represivo como un carcelero. Sintió que algo le burbujeaba en su interior y subía pugnando por hacerse espacio. Se dio cuenta que su vida iba a ser muy difícil, y que nunca iba a poder hacer su voluntad en esa casa donde todos se turnaban para darle órdenes. Pero de nada le hubiera servido una explosión, al contrario, sólo se iba a ganar un castigo y una reclusión. Así que tragó saliva y contestó que no, que estaba canturreando y que le gustaba hablar sola, que le encantaba hablarle a los árboles, a los pájaros, a la naturaleza toda, que pensaba que lo mejor sería dedicar su vida a la contemplación y a la meditación, que podía sentir la presencia de Dios en las cosas de la Creación, y qué tenía eso de malo, y esto diciendo adoptó un gesto dulce y beatífico, el mismo que usaba cuando quería obtener algo de otras personas. Sabía que en esos momentos su belleza resplandecía, sus largos y etéreos cabellos rubios le creaban una especie de aura, y sus ojos azules rutilantes eran como una ventana al Cielo. Claro que todo ese aparato no bastó para convencer a sus suspicaces hermanos, no muy vulnerables a sus encantos, y Rugnón siguió rezongando y diciendo que tuviera mucho cuidado porque no iba a permitir que el honor de su familia se viera arrastrado y enlodado, y que ya no hablara con Dios ni con nadie si no estaban su padre, él mismo o su hermana presentes, o lo iba a pagar con severos castigos.
En un momento toda su vida pasó ante los ojos de Ximena, toda una vida de sujeción y humillación ante aquellos palurdos, envidiosos y atrabiliarios personajes, y tomó una decisión que fulguró en su mente como un relámpago y quedó inscripta con caracteres firmes: “escapar, partir, vivir”.
– ¡Ustedes me tratan mal, y yo no he hecho nada para merecerlo!- expresó con palabras y expresión doliente, simultáneamente las lágrimas afloraron a sus ojos y en un mar de sollozos se precipitó hacia su cuarto, cerró la puerta por dentro y se oyó crujir el camastro que compartía con sus hermanas. Durante unos minutos se escuchó su llanto, que se fue amortiguando hasta hundirse en el silencio.
– ¡Bah, déjenla, es una malcriada, ya se le pasará!- expresó Monse, y siguió con sus tareas. Un rato después, considerando que su hermana ya había reposado bastante y era hora que volviera a cumplir con sus obligaciones, se dirigió al cuarto y golpeando la puerta exclamó con voz mandona- ¡Ya basta de pataletas, no seguirás descansando mientras los demás hacemos tu trabajo, vuelve a la cocina, si nada tienes que ocultar, nada tienes que temer!
En ese preciso momento una figura esbelta y graciosa, con el pelo cuidadosamente oculto y un pequeño bulto, trasponía los límites del bosque, donde era calurosamente recibida por Vana, y en un santiamén fue subida a un caballo que emprendió el galope, con ambas jóvenes sobre su lomo, acompañadas por los dos soldados.
El encuentro entre el gallardo Rodrigo y la hermosa Ximena fue vigilado discretamente por Vana, quién advirtió al español que velaba por la integridad de la inexperta y desamparada muchacha, que estaba bajo su protección y que no tratara de aprovecharse de ella en aquellas circunstancias. Rodrigo juró que no, que sus intenciones eran las mejores y que estaba sinceramente enamorado de la joven, mientras pensaba que Vana no había hecho gala de tanto recato y pudor en su propia relación con Lusignan, pero no discutió ni protestó, en realidad de momento no tenía pensamientos nada más que para Ximena, y en su mente la había elevado hasta la excelsa condición de alma mater, de María virgen y transfigurada, y estaba dispuesto a respetarla hasta que sus corazones, la sociedad y la misma Iglesia aprobaran y santificaran su unión.
La entrevista fue corta pero intensa, Ximena se sentó en un escaño y Rodrigo, en la mejor tradición caballeresca, hincó rodilla en tierra y poniendo la mano de ella en su corazón le pidió que sintiera sus latidos y le juró eterno amor. No esperaba tanto Ximena, quien bien sabía lo riesgosa que era la aventura que ahora emprendía, pero ella había elegido conscientemente aquel destino. Prefería esa dulce incertidumbre antes que la certeza de una vida dura y avara. Concertóse pues para partir con Rodrigo cuando así lo dispusieran, y se fue con Vana quien le proporcionó alguna ropa, desechando las pobres prendas que había llevado consigo, mientras el español se retiraba con Lusignan a preparar la partida de la noche.
La desaparición de Ximena no tardó en ser descubierta por sus parientes. Unos cuántos golpes hicieron saltar el pasador, el bulto en la cama que simulaba el cuerpo de la joven no dejaba dudas: se trataba de una huida, Ximena no volvería. ¿Pero quién, o quiénes? “¡En esto anda el mismísimo Gauillón, que tuvo el descaro de venir hasta acá a cortejarla, sin duda que logró seducirla con sus promesas y ahora se la llevó, y la espera una vida de mancebía y de vergüenza!” vociferó su hermano mayor, convencido defensor de sus derechos de primogenitura y del honor familiar. La madre sollozaba quedamente, y el anciano señor Dafons rebuscaba desesperadamente una solución en su cerebro, pero sin hallarla; una vez más los poderosos se apropiaban de lo que les daba la gana arrastrando por el suelo la honestidad de una familia, que como todos saben depende de la honradez de sus mujeres, y sus propios sueños de mejorar su condición económica y social. Ximena era el principal tesoro de aquella familia, la carta que podían jugar para obtener una mejor situación. ¿Pero un señor feudal? Eso era demasiado, hasta para una belleza como lo era su hija, sin duda Gauillón la obligaría a compartir su lecho, la daría muchos bastardos, y cuando se aburriera de ella la devolvería, gorda y ajada su belleza, perdido todo valor de intercambio.
Se mesaba desesperadamente los cabellos el señor Dafons, mientras su mujer lloraba y clamaba a gritos por su “pobre y desgraciada hija”. Pero su hijo mayor ya había decidido que hacer: irían todos a postrarse a los pies del señor de Gailsden y le reclamarían, le implorarían que devolviera a Ximena, usarían todos los argumentos del mundo, los de la razón y los de la emoción, y si fuera necesario, pensaba el joven Rugnón, tomaría el filoso cuchillo que usaba para filetear pescado y que llevaría convenientemente escondido en sus ropas, saltaría sobre Gauillón y le rebanaría el cuello. Y siguió pensando en eso el iracundo joven sin medir las consecuencias mientras se trasladaban en el pesado carro del pescado, tirado por una fatigada mula, hacia el castillo de la costa. Para apurar el trámite Rugnón hizo bajar a sus hermanos del carro, en el cual sólo iban los ancianos padres, mientras los demás trotaban su costado.
– ¡Justicia señor Barón, justicia!- lloraban y gritaban a coro al llegar al pie del castillo.
El espectáculo atrajo a unos pocos campesinos y algunos soldados que vagaban sin objeto quienes los siguieron hasta el gran portón frontal.
– ¡Devuélvenos a nuestra hija, la flor de los Dafons, nuestra pobre hija, la dulce Ximena!- reiteraba la cantilena expresada a voz en cuello.
Al ruido se asomó Bonflay en una ventana alta, “¡Eh, ustedes, que demonios quieren, qué es eso de venir a molestar así al palacio de vuestro señor de Gauillón!, ¿están locos?” gritó blandiendo su puño amenazante.
– ¿Qué ocurre, Bonflay, de donde viene esa gritería?- exclamó Gauillón apareciendo a su vez por detrás del mayordomo.
– Son los Dafons, Señor, que están reclamando algo relacionado con… su hija Ximena.
– ¿Con Ximena dices, aparta, aparta grandulón, deja ver? ¡Eh, ahí abajo!, ¿qué ocurre, que pasa con Ximena?
– ¡Perdonad, pero vos lo sabréis señor, Ximena ha desaparecido, mi pobre hija, y creemos que vos la tenéis!- exclamó la madre, quien por ser mujer pensaba que iba a ser más respetada en sus reclamos, los que podrían costarle caro a los hombres.
– ¡Pero cómo te atreves, cómo se atreven…!- empezó a decir Gauillón irritado por la libertades que se tomaban aquellos villanos, pero enseguida cayó en el sentido de las palabras escuchadas -… ¿Pero, que decís, que ha desaparecido Ximena, acaso oí bien?
– ¡Sí señor, oíste bien- respondió exasperado el joven Dafons-, y no finjas inocencia, sabemos que está en tu poder, vimos rastro de caballos, y recordamos bien vuestro demostrado interés por ella!
– ¡Majadero, bocón, irrespetuoso, no sabes lo que dices, no tengo ni idea de dónde está Ximena! ¡Ya hablaré contigo otro día, pero ahora lo que importa es encontrarla, esperadme ahí que ya bajo! ¡Bonflay, llama a los hombres, vamos a buscarla, y ay del que le haya tocado un cabello!- fue la respuesta de un desaforado Gauillón.
Los Dafons reaccionaron incrédulos “¡está fingiendo, ya verá cuando lo tenga a tiro!”, dijo Rugnón por lo bajo pero con tono airado, “¡que te calles, espera a ver en que para todo esto, no nos pongas a todos en peligro que nada conseguirás!” le previno su padre, prudente, quien bien conocía los ímpetus y el carácter rabioso de su hijo mayor.
– ¿Cuándo y dónde fue la última vez que la visteis?, ¡contestad, rápido, que no hay tiempo que perder!, ¿quien se ha acercado a ella o a vuestra casa en los últimos días, con quien ha hablado?
– ¡Cómo, es que pretendéis no saber nada, ah infame que no sabes de honor! ¡Devuélvenos a nuestra hermana, y deja ya de fingir! – exclamó el incontenible Rugnón mientras tanteaba el cuchillo bajo el rústico gabán. El movimiento no pasó inadvertido para Bonflay quién se le acercó manoteando la espada.
Los ojos de Gauillón se abrieron desmesuradamente.
– ¡Como te atreves, canalla, malnacido!- exclamó desorbitado, dio un paso adelante y abofeteó a Rugnón, quien perdida toda cautela y completamente obnubilado tomó su cuchillo y lo enarboló contra el Barón, quien entre atónito e incrédulo se quedó tieso, pero para su afortuna el siempre fiel Bonflay se interpuso y asestó a Edimundo un fuerte golpe con su espada en la descubierta cabeza. El joven cayo manando sangre en abundancia por el entreabierto cráneo ante los alaridos de terror y angustia de los Dafons.
Tras un momento de duda estupefacta Gauillón dirigió una mirada agradecida a su mayordomo y escudero, y luego, más tranquilo se dirigió a los Dafons.
– ¡Bueno, él se lo buscó!- dijo finalmente- ¡Pero ahora lo que importa es encontrar a Ximena!
Tomó del brazo a la hermana menor y la llevó a unos metros del sitio donde el resto de su familia trataba de atender a Edimundo entre llantos y gritos.
– ¡¿Cuándo desapareció, que es lo que sabes?!
– ¡Nada señor, que desapareció, simplemente! Cuando fuimos a buscarla encontramos un bulto en la cama, donde debería estar, y se llevó alguna ropa, no mucha. Con perdón, señor Barón, creímos que se había ido con vos…
– ¿Qué dejó un bulto para fingir que dormía y se llevó algunas pertenencias? ¡Entonces no fue raptada, sino que se fue muy de su gusto! ¡Ah pérfida, que no sabes apreciar el afecto de un noble caballero, pero ya te encontraré y veremos en que para todo esto, no te escaparás así nomás!- Y diciendo estas palabras soltó a la pequeña Aliane quien corrió a reunirse con su familia en torno al yacente y casi moribundo hermano.
Poco después subían a Rugnón a la carreta y emprendían un lloroso y lento regreso. Monse sostenía la cabeza del herido sobre su regazo ensangrentado para evitar que sufriera los golpes productos del tosco camino. Entre sollozos encabezaba la queja doliente, mezcla de reproches, lamentos, anatemas y amenazas. La madre, con la cabeza entre las manos emitía hondos quejidos a la vez que repetía “¡dos hijos perdidos el mismo día!, ¿ah Señor, por qué no nos has preparado, por qué no nos diste indicios de que este día nefasto llegaría?, ¡devuélveme a mi hijo y a mi hija!”, “¡mamá, eso que dices es blasfemia, ten cuidado, no encolericemos más a Dios!”, acotaba a su oído la joven Aliane, consumida por el llanto, “¿pero qué le hemos hecho a Dios para que así nos trate?” respondía la madre inconsolable, y el padre que sólo abrió la boca un momento para exclamar doloridamente “¡siempre lo temí, a éste iba a perderlo su temeridad, y a su infortunada hermana su belleza impar, a éste lo hubiera hecho débil, y a la otra fea, pero no, son los dones y virtudes los que pierden a hombres y mujeres!”, y se volvió a quedar callado, encerrado en un hosco y sufriente mutismo.
RECINE LEONEL
Excelente Mauro el capítulo XXI “Ximena Dafons, pescadora, busca su destino”.
Lo único que tengo para aportar es que cuando describiste a Ximena por primera vez, era una rubia de ojos verdes grisáceos!! Y ahora le ponés ojos azules como el cielo, por favor elegí uno de los tonos y conservalos!!
Vas muy bien amigo, felicitaciones.
Abrazo
Leonel Recine