Cap. 18- Donde con malas artes se juega la suerte del torneo
El combate entre Foix y Vendóme fue largo, reñido e igualado. Destruyeron todas sus lanzas y echaron mano a las de sus colaboradores cercanos, pero como las mismas no los conformaron se reunieron los representantes de ambos y acordaron proseguir la lucha con otras armas. Foix eligió una gruesa espada, que a duras penas podía manejar con una mano y el robusto Vendóme prefirió una bola de pinchos, más de acuerdo con su naturaleza. Se acordó que los golpes irían dirigidos a los escudos, y que el combate seguiría hasta que uno de los dos no pudiera mantener el suyo en alto. Confiaban de esta manera evitar que el combate se hiciera a muerte. Valois no quería perder a alguno de sus partidarios más conspicuos y valiosos. Se golpearon duramente, y cuando parecía que Foix se derrumbaba, con su escudo totalmente deformado por los golpes de la poderosa bola, un revés artero de su espada golpeó el hombro de su rival desarmándolo. Vendóme mantenía aún su escudo en posición defensiva, pero hubo de soltar su arma, incapaz de sostenerla y sangrando profusamente. Inmediatamente se interrumpió el combate, los escuderos de Vendomé y su representante protestaron ruidosamente, afirmando que Foix había hecho trampa usando de un golpe no permitido, pero los personeros de éste alegaron que el golpe había sido defensivo y que no era su culpa si Vendóme no había mantenido el escudo en alto, como se había acordado. La discusión prosiguió sin perjuicio de la rápida acción de los médicos que procedieron a curar y vendar apretadamente la herida de Vendóme, quién se quejaba tanto como insultaba a su rival y exigía mil reparaciones. Acudieron a Valois, árbitro supremo, quien después de pensar un rato dictaminó filosóficamente “empate”, pero como Vendóme estaba imposibilitado, se acordó que sería Foix quien al día siguiente pelearía el combate decisivo, pero no como vencedor, sino como representante de ambos, y que compartirían la victoria y los beneficios que pudiera reportar.
Ni Foix ni Vendóme quedaron satisfechos, pero la gente alabó el buen juicio de Valois, de hecho se escucharon términos como “sabiduría”, y “ponderación” y hasta hubo quien lo comparó con Salomón.
Mientras Foix refunfuñaba y Vendóme era transportado a su tienda entre quejidos y promesas de venganza, sobre la arena se presentaron dos apuestos caballeros, Jean de Dreux, Delfín de la Bretaña, y Rodrigo de Alfaz, el desheredado de Aragón, este último bajo dos banderas: la suya propia y la de Guy de Lusignan, Conde de la Marche- Angulema. En los palcos suspiraban las doncellas y también las que habían dejado de serlo hacía tiempo, seducidas por la gallardía de ambos, el rubio bretón y el moreno español.
Las armas de ambos refulgían sobre el campo con luz cegadora: el francés tenía su escudo personal, un águila bifronte en sable que traía a la memoria el águila imperial, símbolo de Roma, sobre fondo de plata, con corona y guarda de oro. El español por su parte lucía en una mitad de su escudo un españolísimo castrum en ocre emplazado sobre un peñon, que recordaba a la arquetípica fortaleza de Loarre, sobre fondo de gules, y la otra mitad enfrentaba a dos dragones rojos sobre fondo de azur en el que se habían sembrado flores de lis, símbolo de las aspiraciones monárquicas de los señores de la Marche- Angulema. Las armaduras plateadas refulgían y los respectivos pendones y penachos emplazados tanto sobre el casco de los caballeros como sobre la cabeza de sus cabalgaduras completaban un cuadro que cortó la respiración a todos, quienes sumidos en profundo silencio se aprestaron a presenciar el más extraordinario combate del que se hubiera tenido noticia. Sonaron atabales y trompetas, el público no se pudo contener más y prorrumpió en vivas y alaridos, alentando ya a uno, ya a otro. Pudiera pensarse que la gran mayoría estaría de parte del bretón, por ser el defensor de la región, pero la soberbia de Dreux no le hacía nada simpático a los ojos de la gente, y más de uno no pudo contener su resentimiento y se lanzó a alentar desaforadamente a Rodrigo, convenientemente mezclados con la gente de la Angulema, que había sido previamente aleccionada por Lusignan.
Las tres primeras embestidas dieron como resultado lanzas que saltaron en astillas. Jean de Dreux veía ahora con otros ojos a su rival. Ceñudo, medía sus posibilidades y se daba cuenta de que tenía a su frente a un terrible enemigo. El último golpe del Conde de Alfaz lo había sentido en todo su cuerpo y se preguntaba cuántas embestidas más podría soportar. Su mirada, que transmitía cosas que jamás hubiera reconocido en público se elevó hacia Valois, quien entendió sin palabras la solicitud de auxilio y resolvió en el acto que debía proteger a su principal aliado. Levantó su pañuelo y proclamó que la jornada quedaba suspendida y que concluiría al día siguiente. Ante la sorpresa general y no pocas protestas, pues aún quedaba luz suficiente, abandonó su palco, montó a caballo y se dirigió a Gailsden. Los más pensaron que Valois había sufrido alguna súbita e inconfesable necesidad por lo que se había retirado más que de prisa. Esto último fue confirmado por su ayudante de cámara, Donatien quien aseguró que su amo se había sentido “indispuesto”, pues había estado demasiado tiempo expuesto al sol. Algunos pocos en cambio, entre ellos Lusignan, preguntaron socarronamente que haría Valois para mantener a Dreux sobre su caballo la mañana siguiente.
Un rato más tarde Valois se encontraba con Dreux. ¿Que se habló en esa entrevista? Debemos ser muy reservados, solo digamos que Valois llamó a Gauillón y le preguntó si tenía algún hombre de confianza, que fuera capaz de dar la vida por mantener un secreto. Gauillón titubeó, pensó en Maese Bonflay, le era absolutamente fiel, como un perro, pero desconfiaba de su torpeza y su debilidad por el licor, que solía aflojarle la lengua. Pero no podía decirle a Valois que no tenía ni un solo hombre de confianza, así que contestó afirmativamente. Entonces Valois le confesó su plan, que era sencillo, pero malvado. Consistía básicamente en imposibilitar al caballo de Alfaz, no de una manera evidente, para que en medio del combate sufriera un “percance” que dejara a su jinete a expensas del rival. Sencillo, diabólico, efectivo. A Gauillón no le agradaba la idea, pero al mismo tiempo recordó que poco antes le habían soplado al oído que alguien había visto a Rodrigo en actitud “sospechosa”, aparentemente cortejando a la bella Ximena Dafons. En el momento se había enfurecido, pero luego se había dicho que a los ojos de Ximena un desterrado no podía competir con lo que él le ofrecía. Pero ahora auscultó su posición desde un punto de vista más amplio. Pensó en la gallardía del español, su juventud, lo comparó consigo mismo y no pudo sino decirse que, aunque no se consideraba viejo ni malaventurado en el tema de la apostura física, no podía sino perder en la comparación. Pero muy pronto le daba el destino, de la mano de Valois, la posibilidad de deshacerse de su incipiente rival, sacarlo del medio, por las dudas, aunque su orgullo, que muy poco conocía el corazón femenino, le decía que un desheredado no era contrincante calificado para un noble normando, descendiente del mismísimo Guillermo el Conquistador. Pero por su propia conveniencia y para salvar el honor de Dreux convenía proceder de manera solapada, así que convocó una vez más a Bonflay y le dio instrucciones precisas. Debía buscar de inmediato al herrero de la baronía, el cojitranco Reveillón y darle una misión secreta, harto reservada, y le explicó lo que quería.
– Haz lo que debas hacer- le dijo a Bonflay- pero con dos condiciones, la primera es que nunca, bajo ningún concepto y en ninguna circunstancia menciones mi nombre a nadie, ¿entiendes?, absolutamente a nadie, ni por tu vida; la otra es que debes actuar con suma cautela, está en juego el honor de personas poderosas. No te equivoques o lo pagarás caro, ¿me oyes?, y no bebas una gota de alcohol, ¡te lo prohíbo terminantemente hasta que cada caballero haya regresado por donde vino! Serás bien recompensado si haces las cosas bien, si no, ¡que Dios te ayude! ¡Y ahora vé, y no olvides lo que te he dicho!
Bonflay abandonó el recinto preocupado, pero al mismo tiempo ansioso de servir a su señor y a esas “personas poderosas” de las que le había hablado el Barón, aunque lógicamente sus sospechas se orientaban hacia el lado de Dreux y Valois… ¡No había que ser un iluminado para darse cuenta! Con una bolsa de diez monedas de oro que le había entregado el Barón se fue a lo de Reveillón y le dijo lo que había que hacer. El cojitranco, un hombre delgado, de mediana estatura, cuarentón, pero con unos miembros nervudos y poderosos como los de todos los hombres de su profesión, se mostró un tanto reticente por lo que Bonflay debió agregar a sus ruegos y apelaciones a “gente cuyo nombre no debe pasar por tu cabeza ni en sombras, pero que sabe ser agradecida”, el ofrecimiento de dos monedas de oro, que subió finalmente a tres. Con tantos argumentos Reveillón finalmente condescendió. Tomó un martillo pequeño, que pudo ocultar sin problemas entre sus ropas, un par de clavos, y partieron.
Cuando llegaron cerca de la tienda de Lusignan pudieron ver dos guardias medio adormilados sentados junto a una hoguera. La noche era fría, se habían arrebujado en gruesas pieles de osos de la Selva Negra y seguramente se habían abrigado “por dentro” con alguna cosa fuerte. Dormitaban plácidamente, de espaldas a un grueso pino, apoyados en sus lanzas para no irse de bruces. Aún así era difícil acercarse a los caballos, cuyas sombras resaltaban más atrás, atadas a unos postes. Se revolverían nerviosos y piafarían inquietos si alguien se acercara en la noche, y los guardias se veían robustos y peligrosos. Meditó un momento Bonflay y luego le dijo al herrrero que esperara allí.
– ¡Ya vuelvo, no te muevas de acá por nada del mundo! – y se alejó en dirección al castillo que para su fortuna estaba a un corto trecho. Como una hora después regresó arrastrando a la gordezuela Rosamunda, sirvienta de Gauillón, cuyos abultados senos casi se escapaban por la insuficiente camisa, la cual rezongaba en voz baja que no entendía para que la habían levantado a esa hora, que tenía que madrugar para trabajar en la cocina del castillo y que estaba harta de los hombres y unas cuántas cosas más, mientras Bonflay le manifestaba enérgicamente con gestos que se callara. Le puso una mano en la boca y señalándole a los guardias le dijo:
– Ahí están, ellos son tu objetivo, ¿podrás hacer lo que acordamos?
– ¿Acordamos?, pues a mí me sonaron como órdenes, y además está el pago prometido, ¡debes entregármelo ahora, que tú mismo me has enseñado a ser desconfiada! ¿Cuántas veces me engañaste con la promesa de una recompensa que nunca llegó?
– Varias veces- dijo Bonflay-, me parece que tú estuviste siempre muy dispuesta a entrar en el juego, porque después de la primera vez…
– ¡Pues no es el caso ahora- respondió la muchacha, levantando la voz- o me pagas antes o me voy!
– ¡Está bien, está bien, pero baja ya la voz!- dijo Bonflay refunfuñando y con gran pesar extrajo una moneda de entre sus ropas y se la alargó a la muchacha, quien a la luz difusa de la luna la miró codiciosamente, la mordió para confirmar su consistencia, le pasó los dedos cariñosamente, y finalmente se levantó la falda, debajo de la cual no vestía ninguna prenda de ropa interior, como era en la época la usanza de las de su clase y aún de la más elevadas, y la guardó en una especie de bolsillito disfrazado en uno de sus pliegues, de lo cual tomó buena cuenta el mayordomo, por si acaso. Luego se alisó un poco el desgreñado cabello, se acomodó el busto, tomó la bota de vino que le entregaba Bonflay, y contoneando lo más que pudo su robusta figura se dirigió a los hombres de la guardia.
– ¡Qué suerte la tuya- le dijo aún Bonflay en un susurro antes de apostarse en unos arbustos a unos cuantos pasos de la tienda-, te estoy pagando por hacer lo que más te gusta!
No se molestó en contestar Rosamunda y se fue directo a la hoguera. Cómo los hombres dormitaban y no parecían dispuestos a registrar su presencia pisó deliberadamente una rama seca la que se partió con un crujido. Uno de los hombres levantó la cabeza, se restregó los ojos como sin dar crédito a lo que veía y sacudió al otro.
– ¡Eh, mira lo que nos ha traído la noche!- le dijo y se quedaron ambos mirando a Rosamunda, asombrados, los ojos perdidos en su monumental escote.
– ¡Qué suerte que los encuentro! ¡Mi amigo me abandonó en mitad de la noche y busco a alguien que quiera compartir esto!- dijo la muchacha y levantó la bota, frunciendo los labios con actitud de despecho. El juego de seducción rindió dividendos inmediatos. Los dos hombres, sin sospechar nada, se levantaron de sus asientos de troncos, la tomaron uno de cada lado y la condujeron hacia la espesura. Poco después se escuchaban bufidos, risitas ahogadas, y el ruido gutural de grandes tragos, de esos que se echan con la cabeza vuelta hacia arriba, la boca bien abierta y el vino fluyendo como un torrente por la garganta.
Bonflay se acercó hacia dónde lo esperaba el herrero, quien también había presenciado la escena a la débil luz de la hoguera.
– Están muy entretenidos- dijo el herrero- ¿pero y si se dan cuenta?
– Tú tranquilo, aguarda un momento que el vino haga su efecto. ¡Le puse un somnífero, jo, jo, jo!- respondió el mayordomo feliz por su astucia.
Pasaron unos minutos en los que sólo se oyeron unos gemidos, cada vez más espaciados, hasta que se sacudieron los arbustos y apareció la oronda figura de Rosamunda.
– ¡Ya está, duermen como bebés! ¡Pero no se podrán quejar, antes se divirtieron un rato!
– ¡Ahora vete, enciérrate en la cocina del castillo y no salgas hasta que todos hayan regresado por donde vinieron! ¡No quiero que te reconozcan, y si alguien te pregunta algo tú no sabes nada, ¿oíste?, niégalo todo, y jamás menciones mi nombre!
– Lo entiendo perfectamente, no soy una tonta. Y ahora me voy, no quiero ni saber lo que se trae bajo la capa vuestra merced. Y gracias por todo Maese Bonflay- y con una risita breve y mordaz, que sonó como un ji, ji, ji, se retiró en dirección al castillo con expresión satisfecha.
– Vamos, ahora te toca hacer tu parte.
– Es mejor que vaya solo- dijo el herrero-, los caballos se inquietarán menos que si ven a vuesa merced, que si me perdona tiene figura como de oso. Más bien vigile el camino.
– ¿Sabrás hacer tu trabajo? ¿Y sabes cuál es el caballo que tienes que… preparar?
– Por supuesto. Todos lo hemos visto en el campo. Es un enorme e inconfundible caballo andaluz, oscuro, con frente y cabos blancos. No se preocupe. Usted sabrá de navegar, yo sé de caballos.
Unos momentos después el herrero hacía su obra. Tomó una pata del soberbio zaino renegrido y la levantó sosteniéndola con una de sus rodillas, haciendo caso omiso de sus bufidos, luego introdujo un clavo en una hendidura del casco y con dos golpes cortos y secos lo introdujo la suficiente para que quedara fijo, sin llegar a la carne. Luego volvió con Bonflay.
– Está hecho- le dijo- Cuando ese caballo se lance al galope con caballero y armadura sobre sus lomos el clavo se incrustará en la pata impulsado por el propio peso del animal, lo más probable es que se desplome con jinete y todo, en el peor de los casos quedará paralizado por el dolor o comenzará a trotar sobre tres patas. Blanco fijo, fácil para el otro caballero. Ahora dame lo mío, que estoy corriendo un riesgo muy grande.
– Nadie se enterará de nada- contestó Bonflay- Si descubren el clavo todos dirán que fue accidental, estaba tirado en el campo y tuvo la mala suerte de pisarlo, cosas de la Fortuna, que hoy nos lleva a lo más alto y mañana nos desampara. ¡Y ahora vete, y no hables con nadie de esto, que nos puede costar muy caro, tú sabes: el hilo siempre se corta por lo más delgado!
– ¡Descuida, como plebeyo que soy bien que lo sé!- contestó el herrero, y se fue feliz, haciendo tintinear sus tres monedas de oro en la faltriquera.
Bonflay, Rosamunda y Reveillón, tres curiosos y no muy elevados personajes de cuya participación en los hechos narrados dependía quizás la suerte de un reino. Ironías del destino…
RECINE LEONEL
Muy bueno el capítulo XIX “Donde con malas artes ..” me gustó mucho, dale con todo Mauro que vas muy bien!!