CAP. XIX- ENCUENTROS A LA MEDIANOCHE
Gulbenzi salió a la terraza del Castillo acompañado por la bella Gigiola. Estrechamente abrazados por la cintura se contemplaban el uno al otro con expresión absorta, luego dirigían sus ojos al mar, visible donde se ensanchaba la ría y sobre el cual rielaba una luna blanca y redonda. El paisaje los hacía sentirse felices por una noche, olvidados del mundo. La tierna escena iba acompañada de suspiros y caricias cada vez más audaces. Ambos sabían en qué terminaría la escena, revolcándose pálidos y desnudos sobre la amplia cama con baldaquín capitoneado, difusamente iluminados por la luna de fondo, cuya luz penetraba por la ancha puerta del balcón. ¿Cuánto tiempo duraría esa felicidad? Difícil saberlo, el torneo estaba llegando a su fin, después del mismo llegarían seguramente los ejércitos y comenzaría una aventura militar de incierto fin y en la cual seguramente se verían involucrados y arrastrados. Y aunque no fuera así, ¿cuál sería su futuro? Disfrutaban de la hospitalidad del Barón, pero hasta cuándo sería así, quién sabe si dentro de muy poco tiempo no estarían otra vez navegando entre puertos tan inseguros como los propios mares del norte de Europa.
Pero no pensaban en eso. Ambos desterrados se limitaban a disfrutar el momento y esperaban que el mismo nunca terminara. Sentían esa invulnerabilidad con que los enamorados viven el aquí y ahora, ese sentimiento, ese placer que posterga el temor, que los aleja de los padecimientos y de la muerte.
Cuando ya se aprestaban a meterse de nuevo a la habitación, para afirmar su relación por tercera o cuarta vez ese día, una sombra, un movimiento allá abajo hizo que Gulbenzi se contuviera prestando atención.
– Oye, ¿no es ése tu eunuco?
Gigiola se acercó
– Cierto, es Doménico, ¿y a dónde va a esta hora?
– Quizás tenga algún… romance- dijo por lo bajo y sonriendo Gulbenzi.
– ¡Pues me lo hubiera contado, no tenemos secretos!
– A mí me parece que no te lo ha contado todo, ¡mira!
Otra sombra embozada, apenas perceptible, aguardaba a Doménico resguardándose en las sombras de la muralla. Pascualino se puso a su par y caminaron perdiéndose en una de las puertas que daban a los establos.
– ¡Vaya, vaya, cuántos secretos alberga la noche!- dijo a las risas Gulbenzi y entre juegos y breves embestidas, como quien acorrala a su presa, fue llevando a Gigliola hacia la cama, cayendo encima de ella quien fingía resistirse con gestos y protestas. Gulbenzi la besó en la boca, larga, apasionadamente, y luego comenzó a descender hacia sus pechos, entreteniéndo con un rosado y enhiesto pezón, mientras Gigliola, abandonada, comenzaba a gemir. En ese preciso momento algo le vino a la cabeza a Gulbenzi, quien medio se incorporó y para sorpresa de su amante le espetó en pleno rostro:
– ¡Que me maten si no era el mismísimo Blois a quien vimos con Doménico! Estarán tramando algo o…es decir… bueno, tú sabes, ¡quién lo iba a imaginar!
– ¿Blois, estás seguro?
– ¡Sí, sí, su figura y su forma de caminar son inconfundibles! No lo reconocí al momento porque no lo asociaba con Doménico, estaba más inclinado a creer que fuera un caballerizo, o un lacayo… ¡vaya que pica alto tu castratti!
– Podría ser… anoche me pareció ver a Blois, cubierto con una capa negra que apenas dejaba a la vista los ojos, contemplando absorto a Doménico, mientras éste nos entretenía con sus canciones… ¡Mira tú, parece que los duendes andan sueltos esta noche!
– Bueno, el conocimiento es poder- dijo Gulbenzi-, guarda para ti lo que has visto, quizás te sirva más adelante.
– Claro, claro, y ahora volviendo a lo nuestro… ¿Dónde estábamos?
A todo esto Blois- que de él se trataba- y Doménico se refugiaban en una de las caballerizas, y allí, entre fardos de forraje, alumbrados apenas por la suave luz de la luna que enmarcaba la alta ventana, tuvo lugar un viejo juego de amor, de esos que durante siglos se han mantenido ocultos, negados, relegados a las caballerizas, a los cuartos altos, a los bosques y a las noches oscuras. Un rato después Doménico descansaba, su cabeza reposaba sobre el pecho de Blois, quien le acariciaba los dorados cabellos, la cara vuelta hacia el techo, pensativo.
– ¿Vendrás conmigo cuando regrese a mi tierra, Doménico? Te trataré muy bien, y con tu voz serás una estrella en la corte de Blois, estamos necesitando esas expansiones. Los antiguos castillos de piedra necesitan más canciones, más luz, más diversión, de acuerdo a los tiempos que corren….
– Me gustaría, señor, me gustaría mucho, pero me debo a la señorita Gigliola, ella ha sido mi protectora y mi amiga, no sé si sería justo abandonarla ahora, me cuesta pensarlo…
– Pues ella ya tiene un protector, y muy adinerado hasta donde sé, estará muy bien, y te hará a un lado cuándo se aburra de ti. Eso no pasaría conmigo.
– No creo que la señorita Gigliola haga eso, Señor. Déjame pensarlo un poco.
– No hay mucho tiempo, Doménico, debes decidirte ahora, y me sentiría muy defraudado si no aceptas…
– Lo hablaré con ella si me permitís, sin darle detalles, simplemente le diré que me ofrecéis un lugar seguro en vuestra corte y un buen salario. Eso es más de lo que ella puede ofrecerme ahora, es comprensiva, y seguro que me liberará de mi palabra, la que le di hace tiempo de que jamás me apartaría de ella por mi voluntad.
– Es que ahora hay otra voluntad, más poderosa que la de ella. Valoro que aprecies tus juramentos, eso habla bien de ti. Pero en cuanto a ella, más vale que no se atraviese en mi camino…
Doménico entendió la amenaza implícita. Era una especie de extorsión, pero hasta cierto punto lo halagó. Blois no estaba dispuesto a prescindir de él por ninguna razón, eso le agradaba, nunca había provocado ese sentimiento en un hombre poderoso, sus placeres se reducían a encuentros furtivos con hombres apurados, sudorosos, malolientes inclusive, y ahora un Conde prácticamente le exigía sumisión y entrega, como a una mujer. Sintió renacer el deseo y reanudó sus caricias, mientras Blois le dejaba hacer, excitado y satisfecho.
Tampoco llegaba el sueño al lecho de Rodrigo de Alfaz. Le absorbían por un lado el duelo de la mañana siguiente y por el otro la imagen de Ximena Dafons. No se le ocultaba que se encontraba en problemas, la relevancia de Dreux, su notoria soberbia y el favoritismo inspirado en razones políticas de Valois le decían que de triunfar solamente le sobrevendrían problemas, pero asimismo no quería defraudar a Lusignan. Y entre razones a favor y en contra de propinarle a Dreux la paliza que tenía harto merecida, aparecía la dulce imagen de Ximena, que no podía sacarse de la cabeza. Para llegar a ella tendría que pasar de alguna manera sobre Gauillón, y una victoria ante Dreux lo convertiría casi en un proscrito. Buscaba la forma de evitar elegantemente el lance sin parecer derrotado, sin saber que Valois ya se había encargado de ello. Rumiaba estos pensamientos en las sombras, y maldecía su suerte de desterrado. Si no hubiera sido tan orgulloso la vida no lo habría llevado hasta esa encrucijada, aunque entonces no habría conocido a Ximena, pero como ojos que no ven… Sin embargo sus pensamientos volvían inevitablemente hacia la hermosa joven, que venía flotando a su encuentro mientras lo ganaba el sueño, para unirse a él en un emocionado y ardiente abrazo.
A todo esto Valois reposaba junto a la bella Antonia, y meditaba. Tenía un grupo de caballeros leales. Además un contingente de mercenarios aguardaba a las puertas del castillo, y algunos de sus ayudantes más próximos habían sido enviados a realizar una leva en sus tierras de Anjou, proveyendo hombres para nuevos destacamentos de infantería. Sin embargo sabía que no serían suficientes para la aventura que pretendía. Necesitaba el apoyo de Dreux, y también el de aquellos caballeros y los contingentes armados que pudieran suministrarles, pero todos parecían más inclinados a la juerga y a la diversión que a comprometerse seriamente. Contaba con Comminges, pero lo había perdido en un percance propio de los torneos, en cuanto a Vendomme era demasiado soberbio y pagado de sí mismo, Blois era cuñado del Rey, y Lusignan no parecía muy tentado por la empresa. No eran confiables. Gauillón era obsequioso, pero ni él ni su baronía significaban gran cosa en el terreno militar. Para peor estaba ese entrometido de Alfaz, un desterrado que se las daba de Cid Campeador y que amenazaba sus planes con Dreux. Tendría que ganarse a Foix y Armagnac, enviaría mensajeros secretos a Castracanne y al Conde de Aragón, y trataría de ganarse también a ese Gulbenzi. Tenía fama de rico banquero y comerciante, y podría necesitar su crédito para mantener conformes a los mercenarios, podría cambiarle dinero por protección, después de todo su cabeza había sido puesta a precio en su tierra natal de Florencia… Todos estas cavilaciones le impedían concentrarse en lo que estaba haciendo, y la bella Antonia parecía manifiestamente desconforme por su falta de atención, así que se dio vuelta en la cama y se dispuso a dormir murmurando alguna cosa inentendible pero claramente desconforme. Pero un instante después sintió el enhiesto mástil de Valois introducirse en su popa y lo dejó hacer, emitiendo apagados grititos de placer. Valois era un conquistador, acostumbraba tomar con las armas en la mano aquello que no le era otorgado de buen grado…
A todo esto Dreux golpeaba furiosamente la puerta tras la cual “se ocultaba” la bella Blanche, la hermana menor de Gauillón. Pensaba Dreux que ya estaba bien de remilgos, que si quería demostrar honradez ya estaba suficientemente probado el punto, y era hora que le abriera la puerta, a él, heredero de la Bretaña, el más bello y poderosos de los Príncipes… Esperó en vano, la puerta nunca se abrió. Gauillón, puesto al tanto de lo que ocurría, si bien pesaroso porque pensaba en las conveniencias de una alianza con la casa ducal de Bretaña, le parecía de mal gusto asistir allí mismo, bajo sus narices, al franco acoso y la posible violación de su propia hermana. Tratando de evitar una confrontación brusca atravesó el amplio salón central, subió las oscuras escaleras que conocía de memoria y tomando un candelabro de los que estaban adosados a la pared se internó en el pasillo que conducía a las habitaciones de sus hermanas. Allí encontró a Jean de Dreux, notoriamente borracho golpeando con exasperación la puerta de la bella Blanche, al tiempo que vociferaba una mezcla de insultos, amenazas y promesas de amor que difícilmente convencerían a mujer alguna de sus buenas intenciones.
– ¿Pasa algo, Señor Duque?, os veo exaltado, ¡caballero, que vais a asustar a las damas que ocupan esas habitaciones, que da la casualidad son mis hermanas! ¿Os han ofendido de alguna manera, ellas o las dueñas de su compañía? ¡Decidme que ha ocurrido, y las castigaré como se merecen!
Titubeó Dreux. ¿Cómo contarle al propio hermano de Blanche que la dama se negaba a ceder a sus reclamos, casi a sus legítimos derechos como amo y señor de la Bretaña?
– Pues… sólo estaba bromeando un poco, vos conocéis de mi interés por Blanche, vuestra hermana. Debéis aconsejarle que sea más comprensiva, más obediente. A ella le conviene… ¡y a vos también!- completó, ya lanzado.
– ¿Por ventura esperáis que sea vuestro alcahuete, y tratándose nada menos que de mi propia hermana? Me parece que ha bebido demasiado esta noche, Sr. Duque, y lo mejor sería que se retire a descansar. Mañana le espera un durísimo combate…
Dreux estuvo a punto de explotar; normalmente no hubiera titubeado en abofetear y desafiar al inoportuno, pero en su cabeza se interpuso la imagen de Villajoyosa, y tras un instante de vacilación decidió que primero era el duelo, ya tendría tiempo para poner en su lugar a aquel impertinente baronzuelo provinciano y a su orgullosa e ingrata hermana.
Hizo un gesto de desprecio y zumbando como una avispa irritada se retiró por el oscuro pasillo. Exasperado, distraído por la ira, omitió un escalón de piedra y rodó escaleras abajo profiriendo gritos e insultos. Conteniendo la risa Gauillón y un ayudante de palacio acudieron solícitos a levantarlo. Dreux se deshizo de sus manos y mientras afirmaba a voz en cuello que no había pasado nada continuó como pudo su camino.
-¡Me las pagarán, me las pagarán todos!- se le oyó mascullar todavía mientras atravesaba rengueando el recinto central, más lastimado en su orgullo que en su cuerpo, que bastante le dolía.
Gauillón lo vio desaparecer conteniendo a duras penas la risa que pugnaba por estallar, y dirigiéndose rápidamente a su habitación cerró la puerta y estalló en carcajadas, a coro con su servidor, a quien finalmente despidió con severas recomendaciones de que omitiera cualquier comentario jocoso del hecho que pudiera llegar a oídos del Duque. Pero después de un rato lo dominó la preocupación, pues bien sabía lo rencoroso y desproporcionado que solía ser el joven y ensoberbecido Jean de Dreux. Se propuso hablar con Valois para atenuar las consecuencias del episodio, y antes de acostarse oró fervorosamente para que al otro día Dreux fuera hecho pedazos por el temible Rodrigo de Villajoyosa. Con este pensamiento consolador se fue quedando dormido, y esa noche soñó con un campo de combate donde Dreux agonizada cubierto de sangre, atravesado de lado a lado por la vindicadora lanza del español.
RECINE LEONEL
Magnifico el capítulo de Encuentros a Medianoche, lo único que tengo para proponer cambiar es la expresión de que el barón se niega a ser el “alcahuete”, es demasiado duro e imposible de concebir que un subordinado como Gauillon se dirigia de esa forma al heredero del Ducado de Bretaña.
Hay que ver de ablandar ese reproche, hacerlo más sutil, porque en esa época no cabe duda que te cortaban la cabeza por semejante insulto.
Abrazo