DEL FÚTBOL, EL AJEDREZ Y OTRAS COSAS DE LA VIDA

DEL FÚTBOL, EL AJEDREZ Y OTRAS COSAS DE LA VIDA

 

A Walter Latorre, “alma máter”.

 

Una parte de mi vida, que hoy considero fundamental para mi “educación”- puede tener otros nombres-  transcurrió en una pensión del barrio del Cordón. Esa  pensión la regenteaba mi propia madre, mujer emprendedora que se vino del interior cuando la cosa empezó a andar mal y se dio cuenta de que mi padre no podría sacarnos del pozo, que estaba dispuesto a arrastrar una vida provinciana y sin objetivos hasta el fin de sus días con un signo de fatalidad impreso en la frente.

Yo era un botija de once años, con un pasado pueblerino, de calles de tierra, que transitaba casi diariamente a través de la frontera con ticholos, azúcar y yerba brasileña por mandato de mi madre. Tenía mi propia barra, y era feliz trepando árboles, “corriendo panaderos”, jugando a la pelota en la calle polvorienta por la que rara vez transitaba un auto: de hecho era más frecuente que pasara algún carro tirado por caballos. Sin embargo me adapté muy fácilmente al nuevo ambiente metropolitano, fue una época de mi vida que considero feliz. Mi adolescencia transcurrió en un “barrio barrio” -Toyos dixit- como era en esa época el Cordón recostado al sur, al barrio Palermo. Fue una época de entreveros futbolísticos con los botijas del bajo Palermo, que la sabían lunga, mucho más que nosotros, los del Cordón Sur, pero que orgullosamente debo decir que no se la llevaban de arriba, en ningún sentido. Nos ganaban y les ganábamos, y cuando ocurría esto último había que emprender la retirada en grupo, cuidándonos las espaldas, como un batallón que regresa de una incursión victoriosa al territorio enemigo. Complicado, pero disfrutable.

En el barrio, con olor a árboles y a carros de lechero, cuando había barrios en Montevideo, de esos en que las señoras se encontraban en la vereda para charlar y chusmear, escoba en mano, y de paso controlar a sus hijos, que no se hicieran muy “de la calle”, cuando se cerraba sólo la puerta cancel, de vidrio,  y la del frente permanecía abierta hasta entrada la noche, y había llamadores de bronce en cada puerta, y los novios hacían zaguán, y, y… Pero aquí se amontonan los recuerdos en forma inconexa y debo elegir un solo hilo, que como el de Ariadna, me lleve a algún lado.  En el barrio, decía, y en la pensión conocí y aprendí muchas cosas que me fueron moldeando, para bien o para mal. Pero esta historia tiene que ver con mi relación con el barrio, con el exterior, y no con el mundo interior de la pensión. Como decía esas son otras historias, riquísimas, y que contaré algún día, pero otras.

A los doce, trece años, y en una barra de pibes que se reunía en las esquinas un día sí y otro también, el fútbol era muy importante. Por lo que significaba, y por el entorno. Por ejemplo allí conocí a los jugadores de Defensor que paraban en el Bar “La Verbena”, en la esquina de Minas y Lavalleja, calle que hoy se llama Rodó. Por esa esquina pasaban habitualmente el Canario Hernández, goleador del campeonato uruguayo del 58, quien además andaba con una galleguita que levantaba las baldosas –¡ídolo completo de la barra el Canario!-, el negro Estaban Álvarez y Clímaco Rodríguez, una pareja de zagueros de las de antes, de los que colgaban a los rivales de los transparentes, los que saben me entienden; el Lobo Miramontes, que había sido campeón sudamericano con la selección uruguaya en el 56, recuerdo que mi padre tenía una foto encuadrada de aquel equipo que le había ganado la final a Argentina 1 a 0 con gol de Ambrois, el mismo Ambrois que después terminó jugando en Defensor. También estaba Angelito Traverso, hijo del carnicero de la esquina, apenas un poco mayor que nosotros, y que a veces se entreveraba como uno más en nuestras tenidas futbolísticas, y allí también vi en alguna oportunidad al mítico Pepe Sasía, al Cholo Demarco, que poco depués se fue a Italia para ser campeón con el Bologna, al desgarbado arquero Radicci, a Willy Píriz, que  fue campeón sudamericano en el 59 junto con Sasía, en Ecuador, en un equipo que goleó a Argentina y Brasil – ¡qué tiempos!- y que años después me atendería en la Comisión Nacional de Educación Física cuando iba a sacarme la ficha médica para jugar en la Liga Universitaria, y muchos más, que frecuenté allí mismo, en la vereda, y que no menciono aquí por no hacer eterna la lista. Todos jugadores de “la viola”, o “los tuertos”, como ya se les decía. En resumidas cuentas, que esa fue la época en que naturalmente, casi por ósmosis, empezó a gustarme Defensor, que era sólo Defensor, no como ahora que se agregó el elegante “Sporting”, y se arrimó para el lado de Punta  Carretas. En esa época era el cuadro del Parque Rodó y era Defensor a secas. Con mi nueva afinidad deportiva traicioné por primera vez a mi padre, que hubiera querido verme seguir tras los colores amarillo y negro que constituían su pasión. La otra vez que lo “traicioné” fue años después, cuando le dije que no era colorado y no quería saber nada con los Batlle. Realmente no sé qué golpe fue más duro para mi viejo, que espero que donde quiera que esté me haya perdonado, finalmente.

En mi barrio se cruzaban, y se sentaban a veces a charlar dos viejitos amables, que habían sido jugadores de fútbol. Sus nombres: Pedro “Vasco” Cea y Pablo Dorado. Nosotros los mirábamos con respeto y poco más. Con el tiempo supe que habían sido campeones mundiales del 30, y que ambos anotaron goles en la final que le ganamos a Argentina 4 a 2. ¡Qué tiempos!, cuando los campeones del mundo eran vecinos de barrio, cuando los presidentes de la república cruzaban la Plaza Independencia para ir a tomar un café al Tupí, cuando Felisberto Hernández  frecuentaba los billares del Café Montevideo, allí me lo señalaron una vez y yo no tenía ni idea, el nombre no me decía nada, apenas sí me daba un poco de risa: “Felisberto”, ¡vaya un nombre! Así era el Uruguay a comienzos de los sesenta. Antes de la crisis, antes de los tupas, antes del golpe, antes, mucho antes de la globalización, entre otras cosas. Cuando me hice hincha de Defensor.

Y aquí comienza otra parte de la misma historia. Como todo adolescente, quise ser jugador de fútbol. Yo me defendía bastante bien en los picados de barrio, era muy liviano, flaquito, pero rapidito y bastante hábil con la pelota. Pensé que eran atributos suficientes para triunfar en el fútbol profesional, así que empecé a concurrir a las prácticas de aspirantes.  Así pasé por Wanderers: yo jugaba como puntero derecho, pero en la 5ta división de este equipo había un chueco desgarbado que ocupaba ese puesto por derecho propio. Era tan pero tan chueco que cualquiera diría que había nacido con un bombo entre las piernas. La cosa es que ese muchacho la descosía y por si fuera poco tenía un taponazo de hacía encoger la barrera más nutrida. Comprendí que mientras estuviera ese chuequito yo tenía tanta chance de jugar como de conocer a Brigitte Bardot, que estaba en las fantasías de todos los adolescentes y algo más por esa época, años sesenta. Se llamaba Francisco “Tano” Bertochi, ese año fue goleador del uruguayo de la divisional,  un par de años después ya jugaba en primera, y fue uno de los mejores jugadores que ví en mi vida, lo juro. Tuvo la mala suerte de que en ese tiempo el mercado europeo estaba cerrado para los jugadores latinoamericanos, si no, ríanse de Beckham, era un jugador de ese estilo, pero mucho más contundente.

En fin, que me fui a practicar al desaparecido Mar de Fondo, uno de los tantos clubes de barrio que cayó bajo “la piqueta fatal”, y que por esa época militaba en la B. Allí parecía que tenía un lugar, pero la interna era muuuuy difícil… Después que en las prácticas intentaron romperme una pierna dos o tres veces, porque yo no era del barrio – ellos eran del Palermo, ¿se acuerdan?-, porque yo no era de la barra, resolví que era mejor salvar mi integridad física y no volví.

Entonces le tocó el turno a Defensor. Fui con varios amigos de la barra a una práctica de aspirantes, después a otra, después a otra, hasta que me dijeron “mirá, será mejor que vuelvas el año próximo, cuando  desarrolles un poco más el físico”. ¿Cuándo desarrolle el físico? ¿Y eso cómo se hace? Entonces pesaba sesenta quilos, hoy peso noventa, pero no creo que sea ese el desarrollo al que se refería el técnico.

Resignado al fútbol amateur, comencé un periplo por clubes de barrio, y clubes de amigos, como el que se formó en el Círculo Universitario de Ajedrez. Aunque parezca increíble en un club de ajedrez había varios que jugaban bastante bien, y que hoy son profesionales médicos o abogados, periodistas, músicos, docentes, etc., en fin, cualquier cosa, menos ajedrecistas o futbolistas. Recuerdo un par de anécdotas de este equipo. Una fue un desafío contra el Club de Tango Guardia Nueva, que funcionaba en un sótano ahí por la calle Soriano, al lado de Magisterio. Este club era liderado por un aficionado conocido como “el Chileno”, que armó un equipo de fútbol entre los habitués- nosotros también caíamos por allí de vez en cuando-, se creyó que fútbol y tango eran la misma cosa y nos desafió a un partido “por el honor”. El resultado de ese partido fue que ganamos ¡14 a 0! No, no es una ilusión óptica, ese fue el resultado, y yo anoté cuatro o cinco. ¡Cómo sería la cañada que el gato la pasó al trote!, como decía mi padre. Pero la anécdota no es esa, lo gracioso del asunto es que unos días después el Chileno y un par de acólitos se presentaron en el club de ajedrez con una carta que él mismo había redactado en la cual explicaba cuidadosamente las circunstancias irregulares que habían rodeado el partido, sus reservas sobre la moral del árbitro, los inconvenientes que habían sufrido en su preparación y la nulidad de las jugadas previas a cada uno de nuestros goles, ¡los 14 goles!, y un montón de justificaciones más. Lo recuerdo parado sobre una silla, leyendo su reivindicación y reclamando una revancha que por supuesto nunca se jugó. Lamento no haber conservado esa carta, falta de previsión de mi parte, era una pieza realmente magistral del mejor humor que haya visto en mi vida.

La otra tuvo que ver con una monumental gresca que yo mismo provoqué pero en la que no participé. Ocurrió en un amistoso del Universitario contra un cuadro que si no recuerdo mal era del gremio de taxistas. Todo empezó cuando le hice una moña a un canario grandote que me tiró flor de viaje, por suerte no me dio, pero al momento me ganó la irritación y pegué el grito: “¡Qué hacés hijo de puta, la concha de tu madre!”. Al canario se le inyectaron los ojos de sangre, me venía buscando hacía rato porque ya le había hecho un par de caños, mi debilidad, siempre me gustó tirar caños. Agreguen a eso el insulto, se me vino al humo al grito de: “¡A la madre nunca!”. Ahí nomás se armó la de San Quintín, todos contra todos, yo pude esquivar al canario, pero no sé de dónde me cayó un mamporro que me dejó fuera de combate en las primeras de cambio. Cuando me recuperé un poco ya el lío empezaba a aflojar, porque un par de mayores, que los había en uno y otro cuadro, se interpusieron y consiguieron separar a los más belicosos. Tres o cuatro compañeros recibieron contusiones leves, y cuando después me reclamaban por haber encendido la mecha yo me defendía diciendo que no había participado para nada en la pelea, lo cual era verdad en cierta forma, ¡si a la primera piña quedé flotando entre nubes!

De este lío se acordarán el periodista Lincoln Maiztegui y su hermano chacrero, el Dr. Adolfo Pastori, el Ingeniero Carlos Canosa, el Contador Enrique Margenat, el bancario Danilo Doray, mi hermano, hoy en un alto cargo en la educación, y algunos más que escapan a mi memoria, compañeros del ajedrez y del fútbol, que participaron entusiastamente de la refriega.

Como ya mencioné, todos concurríamos a un club de ajedrez llamado Círculo Universitario, que estaba en el Palacio Díaz, en 18 de Julio entre Ejido y Yaguarón, 1er. piso. Allí gané mi primer torneo, un Interliceal, allá por el sesenta y cuatro. Como dato anecdótico recuerdo que en el mismo piso, enfrente, estaba la radio Tic Tac, que daba la hora cada minuto, de ahí su nombre, y en el segundo había una “fonoplatea”, un escenario desde el cual se hacían algunas trasmisiones en vivo de Radio Carve, y donde recuerdo haber presenciado un concurso de talentos juveniles que se llamaba “La Revista Infantil”, y que era muy seguido en todo el país. Así era Montevideo: ingenuo, provinciano, querible, cuando la gente se prendía a la radio, cuando casi no existía la televisión comercial, cuando todavía no habían puesto a nuestros pies ese mundo degradado, canallesco, imbécil, según palabras de Alfredo Zitarrosa.

Pero no todas las actividades eran ajedrecísticas en el Círculo Universitario, ya conté de una, el fútbol. Pero después de los torneos y los desafíos de ajedrez, ya sobre la media noche, pasábamos a otros juegos, bastante “culturales”. Unos reñidísimos “tutti-frutti”, con los temas más rocambolescos y arduos,  donde la invención y la discusión posterior eran tan o más importantes que el juego mismo, y también jugábamos al personaje, a las películas, al truco, etc. Ustedes dirán: unos boludos. Pero la verdad era que habíamos llegado a un alto grado de sofisticación y dificultad en estos juegos, constituyéndose en verdaderos desafíos de ingenio, y por supuesto, muy divertidos, y se extendían a veces a grito pelado hasta la madrugada. Los que no se divertían tanto eran los vecinos, quienes  más de una vez protestaron,  escribieron cartas a la administración, hicieron denuncias a la policía, etc.  El resultado es que fuimos desalojados. El alma máter del club, un aficionado de nombre Walter Latorre, un vocacional, quien no era un buen jugador, pero sí un apasionado del “juego ciencia”, comenzó entonces su peregrinaje por distintos clubes de residentes o de  gremios, llevando a cuestas todo el material, pasando las de Caín para mantener a flote la institución. Creo que en eso le sorprendió la muerte. Ya eran épocas mucho más difíciles. La barra fuerte se había disgregado, algunos se habían distanciado por razones profesionales, otros habían emigrado por motivos económicos o políticos, y hasta hubo un par de desaparecidos entre los que otrora frecuentaban la vieja sala del Palacio Díaz: el Prof. Carlos Cabezudo y Franklin Pfeffer, dos seres bondadosos y honestos, víctimas de la insanía represiva de  los setenta, quizás por eso mismo, por  su falta de maldad.

Lo cierto es que a la muerte de Latorre el Círculo Universitario de Ajedrez desapareció. Los juegos, los relojes, los libros y hasta algunos muebles se repartieron entre otros clubes e instituciones y así se perdió el esfuerzo de toda una vida de aquel hombre generoso y desinteresado. Siempre lo sentí como una gran injusticia. Ojalá estas líneas sirvan para traerlo a la memoria de alguno que como yo lo haya conocido, aunque para ello deba andar con unas cuantas décadas encima.

Como insinúa el título, estos son recuerdos, recuerdos personales. Perdón si esperaban otra cosa. ¿Son interesantes para alguien estas páginas, este desordenado relato nostalgioso? No lo sé, espero que sí, y si no, sepan leer con indulgencia las memorias de alguien que ya empieza a hacer el recuento, a tratar de rescatar algunas cosas que se irán enterrando inexorablemente junto con quienes las vivimos.

Como cuando empecé a conocer un poco más de lo bueno y lo malo de la vida; cuando jugué mi primer torneo de ajedrez;  cuando me hice hincha de Defensor.

Discusión

  1. Gimena
  2. Jose Riverol