Capítulo 11-
Los Condes de Blois y Vendome se dirigen a Nantes, no sin antes pasar por innumerables peripecias.
Guy de Chatillon, Conde de Blois, emparentado por línea materna con el Señor de Clermont, de sangre real, par de Francia y jefe del clan Borbón, no hacía mucho se había casado con Margarita, la hija preferida del Conde de Valois. Debido a su alta alcurnia, y por expreso mandato del Rey el joven Guy debía ser custodiado día y noche por una guardia especial destinada supuestamente a velar por su seguridad.
La causa real de la presencia de esa guardia especial provenía de la certeza de los otros pares de Francia de que el Conde de Valois, hermano del rey, intrigaba contra ellos. Valois les inspiraba cada vez más desconfianza a los otros poderosos del reino, sabían de sus ambiciones desmedidas y que no se detendría hasta ver sentado en el trono real a sí mismo o a un vástago directo de su dinastía.
Aunque hubiera sido el propio rey quien ordenara a su hermano cubrirle la retaguardia en Bretaña en tanto él dirigía el grueso de sus ejércitos contra Flandes a Felipe Capeto le constaba que su hermano al congregar a los principales caballeros del sur de Francia en una justa en tierras de Bretaña, era guiado más por un objetivo político que por un mero afán deportivo.
Además, el propio Guy de Chatillón, Conde de Blois, yerno de Carlos de Valois- lo reiteramos una vez más para que todos lo tengan claro- al espiar para el rey no sólo actuaba cumpliendo órdenes de su soberano sino que además olfateaba que tenía mucho más para perder que para ganar si de alguna forma no se interesaba en las alianzas que su suegro estaba tejiendo con los caballeros del sur del Loira. Precisamente sus propiedades más ricas se hallaban enclavadas en esa zona de Aquitania y eran éstas las que le disputaban estos herejes advenedizos como él los denominaba.
Aunque el conde de Valois no se había dignado invitar a su yerno igualmente Guy dio por descontada su participación. Fueron Roberto de Clermont y el mismísimo Rey Felipe Capeto quienes habiéndose enterado de la justa organizada por Valois proclamaron que enviarían al conde Guy de Chatillon en su representación, y que lo consideraban el favorito para triunfar en el evento.
Valois recibió con frialdad esa propuesta y a regañadientes hubo de otorgarle el salvoconducto en las propias manos a su yerno. Por el momento no podía oponer excusas razonables para negárselo, le constaba que sus pares le estaban asignando un veedor en el seno mismo de sus conjuras, debía andar con sumo cuidado.
Siendo un torneo abierto bastaba que los caballeros fueran primogénitos para recibir el salvoconducto que especificaba que sin perjuicio de tener en las cercanías a sus ejércitos (a distancia de por lo menos cincuenta millas) debían presentarse al campo del torneo acompañados sólo de un escudero y una guardia integrada por no más de cinco personas. Llegado el momento, pensaba Valois, algo se le ocurriría para sacar del medio a su molesto yerno.
Era una costumbre en tiempos del reinado de Felipe el Hermoso que cuando un señor feudal no acompañaba a su Rey a una campaña de guerra, debía pagar una cuantiosa contribución tanto en dinero, como en armas y caballos. Era por esa razón que la noche anterior Guy había discutido agriamente con su esposa Margarita, quien no estaba de acuerdo con su concurrencia al torneo, por lo que supondría el daño económico de no acompañar al Rey en su campaña de Flandes. Ni que decir que la integridad física de su marido a Margarita le importaba un comino.
– Es tu obligación integrar las huestes del Rey –le decía convencida e intransigente- como corresponde a un caballero de honor- Se trata de la salvaguardia del reino, nada menos que del dominio de los territorios del norte. Como os ha explicado vuestro tío, el Señor de Clermont, se trata de una posesión de vital importancia para la seguridad de los francos, no sólo por su situación estratégica frente a Inglaterra sino porque además es el mayor reservorio del hierro necesario para la producción de nuestros armamentos. Sin embargo prefieres escabullirte a los banquetes y festicholas que organiza mi irresponsable padre con exagerada habitualidad y en los que suele dar rienda suelta a su lujuria y gula sin límites.
-Descansad tranquila querida mía, fue el propio Rey quien se mostró favorable a mi asistencia al torneo y hasta me recomendó representar sus armas en el mismo. Lo mismo ha dicho mi tío el duque Roberto, quien se muestra dispuesto a apostar una fortuna a que yo seré el ganador de la contienda. Debéis saber que para las artes de la guerra no hay quien me supere, seré el vencedor sin dudas. Además podéis quedaros tranquila no me pedirán contribuciones de guerra, siendo que ellos mismos son los que casi han ordenado mi presencia en la justa.
– Conozco a Felipe, saldrá cobrándote los impuestos igual, ya sabéis cual es su máxima, la justicia rige para todos por igual, la suya naturalmente. Mirad lo que les hizo a sus propias hijas cuando las descubrió en adulterio, las recluyó en un convento de por vida y mandó desollar vivos a sus amantes. Y por si acaso, ¿se puede saber qué es lo que pretendéis ganando ese torneo, acaso el favor de las repugnantes campesinas de provincias? Sabéis muy bien que la gloria bien entendida sólo se gana en el campo de batalla y también os consta que mi padre convocó a los guerreros de Aguitania con la supuesta excusa de prevenir una improbable invasión de los ingleses por mar y el muy embustero me ha querido hacer creer que no tuvo otra alternativa que organizar un torneo para que aceptaran la misión, de lo contrario esos vagos no moverían un dedo. Pero la actitud descarada de esos indignos de Dios que tanto gustan de las orgías no es para nada vuestro caso. El único lugar que le cabe a un ilustre caballero que se dice defensor de la Fe verdadera es a la vera de su rey en el campo de batalla.
Por fin Guy de Chatillón, Conde de Blois, viendo que su testaruda mujer era imposible de convencer, y no pudiendo confesar su verdadera misión, había aparentando ceder a su voluntad. Le había hecho creer que le asistía razón y que pensaría mejor eso de asistir al torneo, Pero a temprana hora de la mañana, cuando su esposa, de la cual se había despedido convenientemente dormía con placidez, desnuda y satisfecha, bajó silenciosamente la escalerilla que conducía a los muelles donde lo esperaba su escolta previamente convocada. Al llegar a su embarcación, clavó en forma bien visible el salvoconducto del torneo y se largó a bogar por el Loira en toda su plenitud, ondeando en la punta del mástil, bien visible, la bandera de fondo azul flordelisada para que su archi enemigo y vecino, el duque de Vêndome, que también recostaba su castillo sobre el Loira, no pudiera atacarlo alegando haberlo confundido con contrabandistas o piratas.
La mañana era serena ese día y el río se hallaba en concordancia. La exótica y lejana baronía de Gauillon no era fácil de abordar por mar por lo que su barco, sobre el cual se afanaba una docena de hombres, su escolta personal, lo llevaría río arriba hasta llegar casi hasta su desembocadura donde se elevaba el castillo de Bouffay en Nantes. De allí partiría con la comitiva de Jean de Dreux que atravesaría en caravana los bosques de Bretaña . Luego de las varias curvas ya muy conocidas llegó por fin a la que anunciaba el comienzo de los territorios de su enemigo el duque de Vêndome, no tardaría mucho en pasar frente mismo al castillo de su adversario. Para disfrutar como se merecía la ocasión ya tenía preparado su laúd y practicaba una canción que había compuesto especialmente.
Aunque el duque Jean de Vêndome tuviera prohibido atacarlo cuando pasara por frente a su castillo, por fuertes amenazas reales, lo cierto es que no permitiría que el conde de Blois pasara así como así, sin más inquietud que la de un simple pescador distraído, y de una forma u otra le haría ponerse sumamente nervioso.
En cuanto se enteró Vendome de que Chatillón se aproximaba a su castillo ordenó el despliegue inmediato de todos los hombres disponibles en ambas riveras y que lo hiciera ostentosamente en todo el recorrido por su feudo, y que de vez en cuando alguien le disparara un tiro de ballesta, como si de un soldado despistado que no estaba al tanto del salvoconducto se tratara. La orden era estricta: en todo momento Chatillón debía sentirse fuertemente amenazado, pero no debía ponerse en riesgo bajo ninguna circunstancia su integridad física. Se tendió a esperar muy cómodo en la terraza de su castillo la llegada de su enemigo.
Poco después vio llegar la embarcación del Conde de Blois, quien iba erguido en la proa entonando con su laúd un desafiante estribillo, que Vendome no podía oír desde su apostadero, pero que Chatillón estaba seguro que llegaría a sus oídos más temprano que tarde:
-“Permiso mis querido vecinos/ voy a la justa de Gauillon/ a bailar con Jimena/ y a zurrar a Vêndome”.
Así fue, efectivamente, cuando le contaron a Vendóme de la canción de Blois, saltó de su asiento, la afrenta era excesiva, ya iba a ver ese condenado. Su indignación fue tal que decidió al instante participar de la justa, cosa que no había pensado hacer. Sin pérdida de tiempo ordenó que prepararan su propia nave de cabotaje y se embarcó a poca distancia de su oponente acompañado de su escudero y sus cinco mejores ballesteros. Mientras se desplazaran por sus feudos, no tenía obligación de cumplir con la disposición de ir acompañado sólo por esa guardia y las dos filas de sus ejércitos podían perfectamente barrer ambos lados del Loira. La intención de Vêndome era incrustarle flechas continuamente a pocos metros de distancia de donde se ubicaba el impertinente cantor. Conocía a Blois y tenía pocas esperanzas de inquietarlo con ello, pero sus dominios eran extensos por lo que tendría mucho tiempo para entretenerse mientras también él se dirigía al castillo del Duque de Bretaña.
Blois continuó como si nada con sus estribillos ofensivos, sin prestar atención alguna a las flechas de ballesta que caían alrededor de la nave. Iba muy tranquilo y divertido sólo hasta el momento mismo en que una flecha le arrancó el laúd que tenía en las manos.
-¡Epa, que a este maldito de Vendome se le está yendo la mano!- Proclamó a voz en cuello. Se dijo ese último tiro había sido demasiado audaz, por más extrema que fuera la puntería del tirador, no podría arriesgar jamás un tiro tan cercano. En ese momento otro flecha se incrustó en el mástil de la ligera embarcación. Blois cayó en la cuenta de que no se trataba de un dardo de ballesta común lo que casi partió al medio el mástil, sino una flecha mucho más grande, de esas que procedían de grandes arcos de guerra y que se asemejaban a lanzas, capaces de derribar una fila entera de soldados. Era un arma típica del ejército de los Plantagenet, los reyes de Inglaterra, descendientes del gran Guillermo el Conquistador. Lo primero que atinó fue a arrojarse al piso de la nave justo en el momento en que le llovía una andanada de flechas similares. Un par de guardias cayeron atravesados, pero él tuvo mejor suerte al pasarle una de las lancetas zumbando junto al oído. Reaccionando rápidamente pudo cubrirse con su escudo, pero más miembros de su menguada tripulación cayeron heridos sobre cubierta, carentes de refugio de ningún tipo. Era evidente que a quienes tiraban no les merecía ningún respeto el salvoconducto, por lo que desesperado se lanzó al agua intentando bucear hasta la costa. Por suerte para él no era un típico caballero de los que sentían repulsión al agua, sino todo lo contrario, y en su entrenamiento había incluido el aprender a nadar, que bien podría serle útil en alguno de sus viajes por el río. Había visto a muchos caballeros ahogados en un insignificante hilo de agua, incluso algún emperador como el mismísimo Federico Barbarroja y no quería correr el riesgo de morir de forma tan irrisoria. Se agradecía ahora haber tenido esa previsión. Contuvo la respiración cuanto pudo y salió a flote, justo para ver como la nave de Vendome, que seguía la suya a unos pocos cientos de metros era atacada de la misma manera. La nave de Vendome era de mayor porte y mejor guarnecida que la suya, además habiendo advertido el ataque sufrido por quienes los procedían se habían resguardado tras sus escudos y preparado las ballestas. Los experimentados ballesteros de Vendome comenzaron a barrer la costa provocando varias bajas en los desconocidos atacantes.
El duque dirigió su mirada hacia la costa y logró divisar el león amarillo rampante sobre fondo granada, confirmaba de esa forma lo que ya sospechaba por el tamaño de las flechas, que se trataba de los Plantagenet. Blandiendo en su mano rápidamente la espada, su arma preferida, ordenó dirigirse a la costa, con el cuerno que usaba habitualmente para dirigir a sus adiestrados ejércitos. Con ese cuerno dio órdenes a sus hombres de cerrar por la retaguardia de sus enemigos antes de que fuera demasiado tarde. Como ya se ha dicho lo seguía por tierra un grupo de hombres a caballo, y en éstos cifraba Vendome sus esperanzas de salvación.
Vendome órdenó acelerar su nave hacia la costa al tiempo que recargaban y disparaban las ballestas a discreción contra los arqueros ingleses. Los Plantagenets, tras recibir una certera lluvia de dardos, volvieron a posicionarse, ahora más a cubierto entre los árboles. En ese momento Blois aprovechó para asirse a la embarcación, aunque prudentemente no intentó subir a bordo. No sabía en ese momento a quien temer más, si a los agresores o al propio Vendome, quien podría ver la irrupción de Blois como un ataque contra su persona. Los ingleses contraatacaron e hirieron de muerte a otros dos ballesteros franceses. A todo esto la embarcación descontrolada se había acercado a la costa rocosa con demasiada rapidez y colisionó fuertemente contra una roca de la costa. Los dos caballeros saltaron a tierra y se miraron con desconfianza, pero enseguida aceptaron que en ese momento el enemigo era el mismo para ambos, y junto a los dos ballesteros sobrevivientes se ocultaron lo mejor que pudieron entre las rocas, disponiéndose para la lucha sin cuartel. Uno de los ballesteros, indefenso en la lucha cuerpo a cuerpo, cayó herido de muerte y Blois rápidamente se apoderó de su escudo al tiempo que con un certero revés se deshacía del atacante. Aprovechando que los grandes arcos eran inefectivos en el terreno quebrado, empuñando sus espadas y convenientemente parapetados detrás de sus escudos, aquellos magníficos guerreros, flor y nata de la caballería medieval, peleaban ahora uno junto al otro, vendiendo caras sus vidas, algo que antes de ese día hubieran jurado que nunca iba a acontecer. Blandiendo sus espadas en alto y cubiertos de lodo y sangre presentaban una imagen terrorífica y grandiosa para cualquiera que presenciase desinteresadamente la contienda, algo por supuesto imposible. Hasta ahora se las habían visto con un pequeño grupo, pero ahora se les venía encima el grueso de aquella avanzada del ejército inglés. La habilidad de ambos caballeros con la espada era proverbial, y habían logrado mantener a los ingleses a raya en el estrecho pasillo entre las rocas, pero era una situación imposible de sostener mucho tiempo, ellos solos no podrían detener a todo un cuerpo de élite de soldados de infantería inglés, todo parecía perdido para los dos nobles franceses.
Los soldados ingleses que había advertido los blasones de sus contrincantes y convencidos de su fácil victoria ya no buscaban matarlos, sino que los rodeaban con la evidente intención de procurar su rendición capturándolos vivos. Era conveniente. Se trataba de dos grandes terratenientes y conservarlos vivos implicaba mucho dinero por el posterior rescate, además llevar vivos a estos regios enemigos sería un gran mérito para el comandante y la mejor prueba de su hazaña.
Pero no resultaba fácil, en el terreno de la lucha cuerpo a cuerpo se veía la gran diferencia entre la preparación de un caballero que había vivido toda una vida en intenso entrenamiento en las artes de la guerra y los simples soldados que no dejaban de ser campesinos levados para la guerra. Por más que ambos caballeros eran rodeados por ambos lados resultaba imposible reducirlos sin grandes pérdidas por parte de los atacantes. Era digno de ver Vendome y Blois, enemigos irreconciliables hasta el día anterior, pelear espalda con espalda, dependiendo el uno del otro para conservar la vida. Pero en un momento dado los guerreros ingleses de infantería se replegaron y dejaron paso a los temibles arqueros, quienes hincaron rodillas en tierra y aprestaron sus arcos. Ahora sí estaba todo perdido, quizás había llegado el momento de rendir las espadas.
Pero antes que pudiera tensar sus arcos, milagrosamente se escuchó proveniente de la espesura los acordes de las trompetas del ejército francés. Creyendo ser víctimas de un ataque masivo en maniobra envolvente por un ejército superior en número, el comandante inglés dio orden de retirada inmediata. Como ocurre en estos casos la retirada se transformó rápidamente en una huida desordenada.
En realidad el “ejército” que se acercaba era aquel contingente de apenas cincuenta hombres que respondían a Vendome. Sin duda el hecho de que se encontraban en territorio dominado por los Capeto había hecho que los ingleses, violadores conscientes de la tregua, corrieran para salvar sus vidas, lo que paradójicamente permitió que los caballeros de Vendome provocaran una verdadera carnicería.
Fue así como el conde de Blois pasó a deberle la vida a su más despreciado enemigo, el conde de Vêndome y viceversa. Pese a ello cuando se encaminaban juntos a Nantes en la nave de Blois que había quedado en mejores condiciones porque la de Vêndome se había hecho añicos contra las roca, se oyó a Blois entonar rimas ambiguas que cantaban la gesta que habían protagonizado, pero sin olvidar incluir en ellas un velado reproche a la actitud anterior de su vecino. Vendome le recordó que si no hubiera sido por su persecución lo más probable era que hubiera entregado su vida a manos de los Plantagenet y dio órdenes de perseguir a aquella atrevida partida de salteadores oportunistas, que otra cosa no eran, hasta sus tierras de la Gascuña, aún en poder de los Plantagenet. Estas posesiones, junto a las de Anjou y Normandía, creaban una tensa situación entre las coronas de Francia e Inglaterra, que inevitablemente se resolverían en una gran contienda armada. Se avecinaba la funesta Guerra de los Cien Años…
Al llegar a Nantes, una febril actividad se observaba en la ensenada del puerto de Bouffay cuando los sorprendidos sirvientes de la casa de Dreux vieron llegar juntos y en buenos términos nada menos que a los exacerbados enemigos Vêndome y Blois.
Juntos ingresaron al puente de madera levadizo que se extendía hasta el puesto de entrada, donde una guardia de librea los anunció con ruidosa pompa.
Decíamos que muchos de los caballeros que poseían sus propiedades sobre el Loira habían elegido Bouffay como punto de partida hacia Gailsden. Desde allí según sus preferencias unos harían la travesía por mar, otros atravesarían la península de Bretaña por tierra. Todos iban instruidos para encontrarse una semana después en Brest para luego de un gran baile y banquete en el palacio ducal, partir por la mañana hacia la baronía de Gauillon. Jean de Dreux confesaba que no sería fácil llegar hasta allí, el acceso a la baronía era igualmente dificultoso por tierra y por mar, pero que eso no importaba mucho puesto que le agregaría otro sabor a la aventura.
Jean de Dreux había estado una vez en la baronía de Gauillón unos cinco años antes y recordaba la fachada principal del edificio, consistente en dos torres gemelas almenadas que servían de marco en su parte inferior a un inmenso portalón de roble cargado de herrajes de bronce. Pero lo más presente en sus recuerdos era sin duda el delicioso rostro de las muchachas de la villa, incluyendo las hermanas adolescentes del Barón, a quienes suponía transformadas en mujeres hechas y derechas, y por ende más seductoras que nunca. De una manera o de otra estaba seguro de que la expedición valdría la pena…
RECINE LEONEL
Espectacular¡¡¡¡¡ impresionante, una gran narración Mauro ¡¡felicitaciones¡¡