El Día Decisivo
– “Exía el sol, ¡Dios, que fermoso apuntaba!”- Rodrigo de Villajosa lucía exultante aquella mañana. Los versos del Poema del Cid eran un sonoro mensaje que le traía excelentes augurios. Debía terminar su asunto con Dreux y luego ocuparse de Foix. No sería fácil, pero su confianza estaba por las nubes. Un triunfo en el torneo redundaría en prestigio, consideración, valiosos obsequios y quién sabe, también el comienzo de una nueva vida en una recuperada condición social. Y además estaba Ximena Dafons, una fuente diáfana en la cual esperaba beber las mieles de la victoria. Habría problemas, bien que lo sabía, pero confiaba en el escudo de Lusignan y en la propia hombría de bien de aquellos nobles señores para superar cualquier acechanza. ¡Qué poco conocía de la naturaleza de aquellos caballeros, de los que marchaban a liberar el Santo Sepulcro y terminaban saqueando tierras de cristianos! Pero Rodrigo estaba feliz, confiado, seguro de que aquél día cimentaría su nueva posición. ¿Podría Valois, por ejemplo, prescindir de un guerrero capaz de derrotar en el campo de batalla a la flor y nata de los caballeros de Europa? Claro que no. Ufano de sí mismo se dirigió a ver a Lusignan. Al llegar a la tienda topó con la bella Vana, que urgentemente salió a su encuentro.
– Sir Rodrigo- le espetó sin tardanza- tengo noticias para vos, y sin duda os van a gustar… Bien temprano estuve con quien ya sabéis, y di cumplimiento al mandado. Pues bien, la joven remolineó un poco, pero casi enseguida me concedió que os considera un joven atractivo, y que no desdeñaría una entrevista con vos, con la condición de que sea muy escondida y sin compromisos, por ahora…
Todo esto dicho de un tirón conmovió a Rodrigo cuya felicidad se expandió por su rostro.
– ¿Cómo, a esta hora? ¿Y cuándo y dónde la viste?
– Vino bien temprano, como acostumbra, con su canasta de pescado fresco, y como siempre acompañada por su hermano que conduce el carro y la vigila de cerca, pero pude apartarla en la cocina bajo pretexto de que me enseñara la mejor forma de preparar unos exquisitos pargos que trajo, y así pude hablarle de vos. Creo que ya lo esperaba, una mujer tiene un olfato especial para estas cosas, un sexto sentido, que le dicen…
– ¿Y cuándo será el encuentro, que ya ardo en impaciencia?
– No será fácil, pero la joven está dispuesta, ¡y cuando una mujer se propone algo, ni siete robustos negros armados con cimitarras, defendiendo cada uno su puerta cerrada con gruesos candados, podrán impedir que obtenga lo que quiere!
– ¡Siete negros armados defendiendo siete puertas! ¿Pero de dónde sacáis semejante imagen?
– Una mujer musulmana me lo contó, es un cuento tradicional de oriente, y la joven guardada conseguía su objetivo, porque cómo os decía…
– Bien, bien, ya entendí la idea. ¿Y vos decís que ella está tan dispuesta a todo como la mujer del cuento?
– Creo que sí, está harta de la pobreza, del olor a pescado que no puede quitar con los perfumes baratos que están a su alcance, de sus pobres ropas, de la monotonía, y sobre todo de la opresión de su familia, y si sabéis ser tan cortés como audaz, os seguirá adonde quisieres. Después de todo sois un caballero, y ella una villana. ¿Qué podría su familia si contáis con la protección de Lusignan y de Valois?
– Es que no estoy tan seguro de contar con Valois, y además, por lo que sé, me ganaría el odio eterno de Gauillón, que no será un Duque ni un Conde pero es un Barón, y tiene poder, sobre todo aquí, en su tierra.
– ¡Pues mira, Rodrigo, una mujer deseada es como una fortaleza a conquistar, tiene sus riesgos, pero vale la pena!
– ¡Es cierto! ¡Consígueme una cita con ella, y yo haré el resto! ¡Cuándo sea y dónde sea!
– Así me gusta. Lusignan te aguarda. Se ha levantado a riesgo de volver a sangrar, solo para dar las órdenes a los lacayos y preparar todo lo que necesitas. ¡Está tan exaltado como si él mismo fuera a combatir!
– Espero humildemente no defraudarlo…
– ¡Te ha visto combatir, y dice que sólo el Cid Campeador, o el mismísimo Lanzarote si volvieran a cabalgar podrían hacerte frente, y ya disfruta por ver morder el polvo a ese soberbio Dreux, que trata a los demás nobles como si fueran sus lacayos!
Envalentonado por estas palabras se dirigió Rodrigo al campo, donde ya le esperaban los escuderos y el propio Lusignan, quién respirando con dificultad igualmente le dio un abrazo y le deseó la mejor de las suertes antes de dirigirse a su lugar en el estrado.
– ¡Estate muy atento- le había dicho Lusignan-, Dreux y Valois no son de confiar, es muy posible que algo hayan tramado durante la noche!
Atento a estas palabras Rodrigo revisó sus armas y le echó una mirada a su caballo, que se veía tan lustroso y gallardo como siempre. Su criado lo llevó al paso hasta el extremo del campo y le ayudó a subir, como era habitual, ya que el peso de la armadura dificultaba grandemente la acción de montar a lomos del ejemplar de gran alzada. Paseó la vista triunfante a su alrededor, ¿qué podía temer aparte de un rival sobre el cual ya había demostrado superioridad el día anterior? Todo parecía estar bajo control.
El público estaba expectante. Pocos advirtieron que en la tribuna Guillón hizo un movimiento de cabeza dirigido hacia Valois, quien lo miraba inquisitivamente. Apenas Lusignan, que estaba atento a los movimientos del hermano del rey percibió el gesto, y se quedó intrigado, pensativo, preocupado. Aquel gesto significaba claramente “está hecho”, ¿pero qué, cual era la tramoya de aquel drama que se desarrollaba en el campo pero que parecía jugarse también fuera de él? No tuvo tiempo para mucho más. Sonaron las trompetas y galoparon uno contra el otro, por un momento cesó la gritería y todos, nobles y villanos quedaron suspendido por el magnífico espectáculo: las grandes bestias galopaban a lo largo de la valla, cubiertos amos y caballos de largas túnicas y coloridos pendones que flotaban al viento mientras resonaban los cascos sobre la retumbante llanura.
El encuentro fue brutal. Ambas lanzas de madera volaron en astillas, pero una vez más Rodrigo, cuya técnica era impecable, pareció más sólido y su envión final hizo que Dreux se sacudiera sobre la silla, conmovido por el golpe, y mientras el español galopaba airoso hasta el final del campo a recoger una segunda lanza, Dreux llegó vacilante hasta su criado, tomó la lanza y miró con ira hacia la tribuna, donde se encontraba Valois, a quien interrogó mudamente. Valois a su vez miró con el ceño fruncido a Guillón, y éste a Bonflay, quien hizo un gesto de desesperación, como diciendo “¡no entiendo, no entiendo qué está ocurriendo!”, y llevando las manos al pecho y elevando el rostro pareció ensayar algo parecido a un ruego.
En el campo sonaron nuevamente las trompetas y los caballeros volvieron a acometerse. Pero algo extraño ocurrió, unos veinte o treinta metros antes del choque de lanzas y escudos el caballo de Rodrigo empezó a escorarse peligrosamente, como si fuera a derrumbarse de costado. Rodrigo, sorprendido, hizo un gran esfuerzo por mantenerlo de pie y en la línea del enfrentamiento, perdiendo por un instante la concentración. Dreux, al que obviamente nada le importaba, azuzó a su caballo al ver los problemas de su rival y alcanzó a rozarlo con la lanza cuando ya el enorme equino andaluz se iba irremediablemente al suelo, incapaz de sostener el galope y el gran peso sobre su lomo.
El público tras un instante de estupor ante el desenlace se levantó y en un furioso vocerío proclamaron algunos la victoria de Dreux mientras otros protestaban airadamente por entender que el caballo de Villajoyosa se había ido al suelo sin que lo tocaran siquiera, y que había algo raro en tan sorprendente desenlace. El combate era a derribo, por lo que Valois se paró exaltadísimo y proclamó a voces el triunfo de Jean de Dreux.
Villajoyosa ya de pie elevaba sus brazos al cielo y protestaba, “¡que no por mi culpa sino de mi caballo me encuentro en este predicamento!” gritaba y reclamaba. Pero ya todo estaba juzgado y poco podía hacer… Lusignan, más pragmático y sospechando hacía rato algo se había tramado a espaldas de todos bajó dificultosamente la gradería apoyado en Vana y tomándose el pecho se acercó al caballo, que se había puesto en pie pero visiblemente mantenía una pata recogida y no la apoyaba en el suelo. Le pidió a su escudero que tomara la pata del caballo y expusiera su parte inferior, y allí quedó bien claro que del interior del casco manaba un hilo de sangre; aguzando la vista percibió algo, un clavo, que se insertaba en el interior del casco y que penetrando el mismo había llegado a la carne, tomó el extremo del pincho, lo retiró con un tirón mientras el soberbio animal piafaba de dolor y pegaba un brusco retroceso que casi da con el Conde por tierra. Se recuperó rápidamente y levantando el pincho sangrante entre sus dedos exclamó de viva voz “¡aquí está la causa del derribo, este clavo villanamente introducido en el casco del caballo de Rodrigo de Villajoyosa, aquí hubo trampa Señores!”.
El jolgorio continuaba, pero una campana de silencio rodeó a Lusignan, quien con el clavo sangrante en alto en alto proclamaba el artificio. Poco a poco el silencio se fue extendiendo, se fue haciendo patente que algo muy serio estaba ocurriendo.
Cuando el silencio se extendió a todo el campo, todos expectantes, aún quienes no sabían bien de que se trataba, se escuchó la voz rampante de Dreux:
– ¡Cómo es que te atreves a acusarme de tramposo! ¡ Quienes eso dice tendrá que sostenerlo con el acero!- y ya empuñaba su espada y se iba sobre Lusignan quien hizo a su vez el ademán de tomar la espada, aunque al instante recordó su inferioridad física cuando ante la brusquedad del gesto un agudo dolor le invadió la espalda. Pero ya Rodrigo, advertido de la agresividad de Dreux había empuñado la suya y se colocó en medio, aunque sin enarbolarla con gesto agresivo, sino manteniéndola baja y alzando la zurda con la palma abierta para reclamar tranquilidad. En condiciones normales Dreux no hubiera vacilado en arremeter, pero al ver a Villajoyosa delante se contuvo, recordando que este ya le había hecho sentir un par de veces la contundencia de sus armas. Prefirió llamar a su gente, al instante unos veinte hombres armados y dispuestos a todo se acercaron rodeándolo. Mientras tanto Lusignan, que apenas podía levantar la espada y Rodrigo se ponían uno junto a otro, y media docena de hombres de Lusignan se acercaban a apoyar a su paladín, aunque estaban en clara inferioridad numérica. Por un momento se miraron fieramente y ya iba Dreux a dar la orden de atacar a los impertinentes cuando se interpusieron tres o cuatro caballeros, entre ellos Foix, de Blois y Armagnac, pidiendo templanza, y que no se acometieran sino todo estaría perdido para la causa que los había llevado hasta allí. Ante estas palabras pronunciadas en tono fuerte e imperioso por Foix, reaccionó Valois, recordando que era suya la causa que allí se jugaba y ordenó a sus hombres interponerse para evitar una escaramuza que seguramente se generalizaría y daría al traste con sus planes. Ordenó a los contendientes que regresaran a sus tiendas y que permanecieran allí por su honor hasta que él los convocara, y a los demás nobles que se reunieran inmediatamente con él en su campamento a efectos de deliberar cómo salir de aquel embrollo. Cuando ordenó a Gauillón que buscara la forma de salvar a su principal aliado no se esperaba aquello, aunque de todas formas había salvaguardado a Dreux, creando una duda razonable sobre el resultado del combate. Hubiera sido peor si hubiera ordenado asesinar a Rodrigo durante la noche, ¡eso sí que hubiera sido sospechoso y hubiera puesto a los complotados en su contra, que podían ser ambiciosos y arteros, pero en aquellos enfrentamientos se jugaba el sentido mismo de la caballería, y no hubieran aceptado traición tan evidente!
En suma, que los nobles se reunieron en la tienda que había hecho instalar Valois junto a la palestra. Allí nadie se animaba a enunciar en voz alta lo que casi todos sospechaban: que había sido un episodio muy extraño y que algo raro le había pasado al caballo de don Rodrigo de Villajoyosa, algo que poco y nada había tenido que ver con el empuje de su rival, ya que todos se habían dado cuenta que el soberbio equino andaluz se había derrumbado como consecuencia de una inoportuna manquera en una de sus patas delanteras, y todos habían visto el clavo de medio palmo ensangrentado en manos de Lusignan. Claro que ninguno estaba dispuesto a afirmar que Dreux, y menos aún Valois habían recurrido a una treta tan ruin y tan contraria a las sagradas leyes de caballería, que como todas las leyes escritas por los poderosos estaban ahí para ser usadas en su favor, y si no eran dejadas de lado sin mayores pruritos. Pero un torneo entre pares era otra cosa, y entre aquellos siniestros saqueadores y violadores había una soterrada concertación: un torneo caballeresco era un sagrado inviolable, aún para príncipes y reyes.
Algunos sostuvieron que no estaba bien aprovecharse del percance del caballo para acreditarse la victoria, más aún después de haber visto el clavo sangrante en manos de Lusignan, al menos eso dijo tibiamente Armagnac, aunque sin acusar a nadie. Pero fue Blois, arribista como siempre quién, entendiendo muy bien lo que allí se jugaba, que era ni más ni menos que el prestigio del heredero de la Bretagne, le salió al paso, argumentando que la suerte de los caballeros más que ninguna otra cosa estaba atada a los azares de la existencia y que en una batalla ningún caballero se iba a detener ante un argumento semejante antes de rebanarle la cabeza a su contrincante caído, y que cuidar de su caballo era el primer deber de todo caballero. Esta argumentación fue entusiastamente apoyada por una docena de hidalgos que cerraron filas para apoyar a Dreux, quién, ya se sabe, era la carta más fuerte de Valois, y por tanto su incondicional aliado. Algunas voces se alzaron tímidamente para protestar, refugiándose en las sombras del fondo de la vasta tienda. Pero los gritos destemplados de Valois y de Jean de Dreux se imponían claramente sobre el puñado de desconformes, y contaban además con el apoyo de una mayoría obsecuente que había entendido bien el juego y no estaba dispuesta a arriesgar su pellejo ni sus futuras posiciones en una hipotética Corte Real, y se encogían de hombros, ya dispuestos a dar el asunto por saldado, que a ellos no les iba ni venía en nada. En suma, que en una somera compulsa se confirmó el resultado de la lid matutina, Dreux fue proclamado vencedor y se fijó para la mañana siguiente el último combate, en el cual el exultante heredero de la Bretagne y el hosco Foix dirimirían la gloria pasajera, el derecho a presidir el banquete de celebración, la admiración de las más bellas cortesanas, y quizás tierras y riquezas incontables, sólo quizás, pero ese no era un problema. Aquellos belicosos caballeros eran felices cuando estaban en campaña o en torneos, y tenían abundante bebida, y caballos, y servidores y fiestas con mujeres cuánto más fáciles mejor, y se sentían despreocupados y alegres porque todas esas cosas se les había proporcionado.
El orgulloso Dreux se pavoneó delante de todos aquella tarde, sobre un soberbio caballo bretón de gran alzada, a la vista de un impávido Foix que se había dado perfecta cuenta que las cartas estaban marcadas y se preguntaba cómo salir de aquel embrollo sin ganarse la enemistad de los poderosos señores de la Borgoña y de la Bretaña. No era cobarde, pero sabía que una victoria sobre Dreux no le proporcionaría ninguna ventaja, antes bien todo lo contrario. Y así se iba cerrando aquella épica jornada, donde algunos se retiraban despreocupados, pregustando la fiesta de la noche, mientras otros lo hacían turbados, y los más sagaces percibían un aire enrarecido.