La Conjura de Gailsden- Cap. VII El Barón Louis de Gauillón la predicción de las encinas y las mujeres de la villa.

VII- GAUILLÓN, LA PREDICCIÓN DE LAS ENCINAS Y LAS MUJERES DE LA VILLA

Parado en la terraza de la torre de los homenajes, Gauillon observaba sus tierras. Era un día despejado, al norte desplegaba su  azul pristino el Canal de la Mancha, al sur los frondosos bosques de Arperignon,  y al este y al oeste los dorados campos de trigales; todo resplandecía en su baronía con el brillo plateado del fugaz rocío matinal.

Reflexionaba sobre los términos de la carta. La leía y la releía. Pero los sellos reales y la firma demostraban tosudamente su realidad. Tampoco era probable que se tratara de una broma, un Señor de la valía del Conde de Valois no perdería su tiempo en tomarle el pelo a un casi insignificante y remoto vasallo. Sin embargo le costaba  creer que  su remota baronía hubiera sido la elegida para la realización de un torneo, pues se trataba del lugar más apartado y de difícil acceso que a alguien se le pudiera ocurrir.

Pero, fuera lo que fuera, él no era quién para dicutir las órdenes de su señor, por lo que decidió pasar a la acción. Lo primero sería reunirse con sus súbditos o mejor dicho, sus súbditas, porque faltó mencionar que en la baronía de Gauillon casi no quedaban hombres, apenas los imprescindibles para el servicio del Barón y la pequeña guarnición del castillo, todos los demás hacía tiempo que habían sido convocados para engrosar el ejército del Duque de Bretaña. A él se le había permitido permanecer en su feudo ya alguien debía resguardar la costa ante la eventualidad de una invasión de los normandos de Inglaterra.

Mandó convocar a sus súbditas para el día siguiente en la abandonada taberna de la villa, dónde antaño se reunían los hombres al caer la noche para beber y fanfarronear. Allí, frente al gran fogón, como era costumbre, se hacían los anuncios más importantes para el pueblo.

Temprano de la tarde su carruaje lo esperaba al pie de la torre.

-Oye Josquelin –dirigióse irritado al palafrenero—, mira esta horrible suciedad en la portezuela, ¿no ves que impide que se aprecien  mis blasones?.

Frotó con su manga el espacio central de la portezuela e hizo resurgir un águila azul, luego el lacayo continuó con un trapo y nuevamente pudo leerse el emblema de familia en una banda que portaba el ave de rapiña entre sus garras: “Sur la terre, la montagne, et la mer” que aludía a la posición privilegiada de castillo sobre las alturas del Finisterre.

Mandó montar a un par de hombres armados para acompañarlo en el camino, por si acaso, y partió.

No cabían dudas que debía jubilar a ese viejo Josquelin que ya no podía ni con sus huesos y menos conducir la carroza,  por los caminos en zigzag y en abrupta cuesta abajo que conducían a la villa. Pero su gran bondad lo había llevado siempre a postergar esa decisión aunque implicara que en muchas partes del camino el mismo debía echar mano a las riendas porque de lo contrario el despeñamiento sería inevitable.

 

Respiró a pleno los aromas del mar y del bosque y luego se acomodó en la cabina.

-Id a tranco lento Josquelin, porque deseo disfrutar palmo a palmo de este paseo que hace tanto tiempo que no hago, -le dijo, más guiado por su instinto de conservación que por el deseo de apreciar el paisaje.

 

Debemos detenernos en describir un tanto a Luis de Gauillon que ha entrado en escena abruptamente sin dar tiempo a referirnos a su apariencia personal. De él podemos decir que sin dudas la naturaleza fue pródiga. Aparentaba mucho menos de los treinta y cinco años que tenía y se trataba de un espécimen humano bastante extraño aunque finalmente armónico en su mezcla de rasgos. Sabido es que en esas regiones del Finisterre se daban las más insólitas combinaciones de razas, especialmente sajones, celtas y normandos, que daba como resultado un peculiar semblante, por lo menos agradable en la opinión general de sus súbditas. Siendo que de momento en aquella villa sólo habitaban mujeres y la mayoría de ellas muy hermosas, él se consideraba con razón habitando un verdadero Edén sobre la tierra. El mismo crisol de grupos humanos había consolidado las exóticas bellezas que se encontraban viviendo solas e inmaculadas en la villa. Como decíamos las levas de guerra habían despojado de hombres  la comarca, y había mujeres solas y disponibles por doquier, casi todas ávidas de aventuras, y las había para todos los gustos, rubias pecosas con cabellos de miel, colosales germanas de cabellos rojos o amarillos y de ojos de un azul glacial, refinadas pelirrojas del Véneto de tiernos ojos verdes y hasta morochas, fogosas zíngaras con pupilas azabache.

 

Iluminado por la brillante luz del atardecer otoñal, el carruaje rodaba cuesta abajo por el camino de piedra que conducía a la villa. Un añoso arce rojo marcaba el fin del sedoso césped verde del castillo y el comienzo del áspero y sinuoso sendero que atravesaba el bosque.

Llegados al llano y adormecido por la cadencia del movimiento, despertó cuando se frenaron bruscamente los caballos. Recordó que se trataba de una parada obligatoria y también enteramente solemne, cada vez que un barón de Gauillon bajaba a su villa. Desde tiempos inmemoriales los Barones de Gauillón hacían un alto en ese tramo del camino. Allí estaba el camposanto del pueblo. En su centro  había un monolito bajo el cual, según la tradición, yacían enterrados los restos del fundador del linaje, supuestamente ennoblecido por la espada de mismísimo Godofredo de Bouillón, el recordado y querido hacedor de la fortuna familiar, el Barón Enguerrando I de Gauillón, quién logró amasar una gran fortuna en ocasión de las cruzadas. La familia no se detuvo mucho en narrar el cómo y si mucho en describir el cuánto, fortuna que por supuesto con el correr de los años se había desvanecido totalmente. Los demás miembros conspicuos de la familia yacían en la cripta del castillo, como era usual. Enguerrando había preferido compartir su último descanso con la gente que lo había seguido en su aventura de oriente, como para seguir batallando y cometiendo quien sabe que tropelías también en el más allá. Claro que este gesto lo elevaba a la vista de la gente común y también de Louis de Gauillón, su último descendiente.

Louis se sacudió la modorra que le había provocado el viaje, descendió del carruaje y se internó en la espesura. No tardó en llegar a las tres viejas encinas que indicaban la entrada majestuosa a una sala natural formada por rocas de gránito donde se encontraba construido el cementerio. Allí, sobre las cruces y las lápidas divisó en el fondo del umbral  una choza recientemente construida.   Resopló, molesto, debería recordarle a esos campesinos la prohibición de construir precisamente allí. Nada podía alterar la pureza y el tranquilo reposo del santo lugar, por lo que se anotó mentalmente vistarlos y conminarlos a desplazar a otro sitio su humilde vivienda.

Observó luego los tres añosos troncos de la entrada y recordó incrédulo y sonriente una tonta leyenda de familia. Se suponía que cada una de esas tres encinas había dado en su momento un sabio consejo a cada uno de los miembros de la larga prosapia de los Barones de Gauillon. Pero él, hasta ese momento, nunca había recibido consejo alguno de ellas.

Decidió darles una nueva oportunidad, se concentró en el primer tronco que era el más robusto,  y para su sorpresa una voz, cuyo origen no pudo identificar, pareció expresarle: “Por fin Señor os visitarán caballeros que se encuentra a la altura de vuestro noble linaje”. Asombrado miró al segundo tronco que también pareció murmurarle: “Debéis apresuraros a poner todo en condiciones para albergar a tan distinguidos caballeros.”. Por último se dirigió al tercer tronco, el más endeble e inclinado de los tres, que permaneció mudo e impasible, por lo que el barón consideró que ya había oído todo lo que tenían para decirle. Todavía alterado por lo que creía un prodigio se dio media vuelta dispuesto a retirarse, cuando una intensa voz le increpó: “¡Prepárate!,  ¿acaso no te das cuenta de que dejarás de ser el niño mimado de tu pequeña comarca, que vendrán príncipes y señores de las más altas y poderosas casas de Europa, los que te vencerán en el torneo y luego prevalecerán en el corazón de tus bellas súbditas, que hoy te consideran el más deseable de los hombres?”. Palideció un instante, pero luego le ganó la irritación que le produjeron aquellas palabras, tanto por su contenido como por lo que consideró una excesiva confianza. Con la rápidez del  rayo se volteó y le lanzó su puñal, clavándol en el centro mismo de su frágil estructura: “¡Pierde cuidado, encina enclenque- exclamó-, que me cuidaré de ser yo quien prevalezca en esal lides!”.

Con esas extrañas voces aún resonando en sus oídos retornó a su carruaje y reemprendió el viaje. Era presa de un extraño sopor, y se durmió, o quizás se desvaneció durante el resto del trayecto. De golpe alguien le sacudió ligeramente el brazo tomándole de la manga. Era Josquelin, quien le reclamaba como desde otro mundo.

– ¡Señor, señor, que hemos llegado! ¡Qué suerte, abrís los ojos, vuestro sueño era tan profundo que temí un instante que…!

No alcanzó a terminar, Gauillón lo hizo callar con un gesto mientras se replegaba sobre sí mismo nerviosamente y se quedaba pensando si realmente había escuchado hablar a las encinas o todo había sido un sueño. Por las dudas resolvió tomar buena cuenta de lo que le habían dicho, lo aconsejaban tanto la tradición como sus propias preocupaciones, no muy distantes de lo que creía haber oído. Gauillón iba a ser demandado en una justa y un escenario que lo iban a poner a prueba; su futuro y su fortuna podían depender del papel que hiciera ante tan poderosos señores. Y no le preocupaban solamente las hermosas damas de la baronía, sospechaba que había mucho más en juego, y que pronto lo sabría.

Había en la pequeña villa una sala comunal, que constaba básicamente de una gran habitación de madera, de unos diez metros por catorce, con un gran fogón central, sobre el cual había un hueco en el techo con forma de cono truncado por el cual se fugaba el humo de la hoguera que se encendía tanto para calentar el ambiente en invierno como para cocinar. Ese hogar estaba rodeado de piedras y sobre suelo de tierra, mientras a los costados había tarimas de madera apoyadas sobre la pared donde se ubicaban mesas y sillas. Era esta una antigua construcción de origen celta en general y bretona en particular, era el sitio de reunión de los hombres, donde se discutían los asuntos y se celebraban grandes banquetes. En un lugar como aquél debió tener lugar el mítico combate entre Beowulf y la criatura infernal, tantas veces cantado en las fiestas de celtas y vikingos.

Todas las mujeres del pueblo estaban allí, esperándolo ansiosas. Mujeres hechas y derechas, pero también viejas, adolescentes y niñas. También los niños pequeños y los hombres muy viejos, que ya no tenían edad para marchar con la tropa. Para aquellas mujeres cualquier novedad era buena para alegrar un poco las mónotonas vidas que llevaban en aquel lugar. Hasta decirles que debían ir a la guerra era mejor que arrastrar sus días sin esperanzas. No era que les faltara el pan, no, estaban acostumbradas a trabajar duro y proveerse su propio sustento, de hecho muchas de ellas en los buenos días debían aportar para sí y para sus holgazanes maridos. La falta de compañía y el frío de las noches solitarias y tristes eran lo que realmente las afectaba y allí andaban, de un lado para otro sollozando y lamentándose  como fantasmas encadenados a la carreta del siniestro Ankou, el segador, que transporta los muertos al otro mundo.

Cuándo llegó Gauillón lo recibieron con pocas migas y consideraciones.

– ¡Dinos cuándo van a volver nuestros hombres!- gritó una en cuanto lo vio a la puerta.

– ¡Eso es!- exclamó otra antes que abriera la boca- ¡hace un año ya que padecemos sin saber nada, merecemos tener respuestas!¡Eso es lo que nos prometieron!

Gauillón lamentó las “familiaridades” que había tenido con varias de las allí reunidas, lo que sin duda las habilitaba ahora para dirigirse a su señor en forma airada y sin el debido respeto.

– ¡No puedo decirles cuándo volverán sus hombres! ¡Yo estoy acá y ellos allá!

– ¡Tú eres quien debería estar allá, y ellos acá, con nosotras! – gritó una vieja, parada detrás de todas, y a quien su edad le autorizaba a hacer ese tipo de expresiones,se sentía fuera del alcance del Barón, y en todo caso nada tenía para perder- ¡Mira todas estas mujeres, perdiendo la flor de la edad, y todos estos niños sin padres, deberías avergonzarte!

– ¡Ya les expliqué mil veces que no es mi culpa, son avatares de la política que no entendéis, el Conde nuestro señor necesitaba hombres para la guerra, y no más jefes, de hecho tenía muchos jefes e insuficientes soldados!

– ¡Es decir que necesitaba más gente que mandar a la muerte, eso es lo que quieres decir!

Gauillón continuó su discurso como si no hubiera oído estas palabras.

-¡Además es mi responsabilidad vigilar la costa ante la posibilidad de nuevos desembarcos enemigos, acá se necesita a alguien que pueda hacerse cargo de la situación y tomar decisiones rápidas!

– ¡Vigilar a las mujeres es lo que te gusta a ti!- se escuchó decir a la vieja que ya se estaba poniendo muy impertinente. Gauillón registró mentalmente su rostro para castigarla más adelante, cuando tuviera oportunidad.

-¡Basta de reproches ahora, ya hemos tenido esta conversación, vuestros hombres estarán de vuelta antes del invierno, así lo prometió el Conde! ¡Pero ahora tengo buenas noticias, pronto habrá un gran torneo en Gailsden, vendrán nobles y caballeros de todo el reino de Francia, y es mi intención alojar a la mayoría…en esta villa!

Un coro de murmullos y gritos recibió estas palabras. Pudo percibir diferente matices: exaltación, alegría, escepticismo y hasta algún grito de rechazo. Estos provenían de la misma vieja de antes que decía algo sobre el deshonor que caería sobre el pueblo y todos sus habitantes si un grupo de hombres lujuriosos y desenfrenados como solían ser los caballeros llegaban a una villa desamparada y sin hombres, y que eso sería como arrojar una manada de ovejas a las fauces de los lobos. Todo eso y otras cosas gritaba a voz en cuello la vieja mientras las más jóvenes en cambio ya discutían sobre un orden de prioridades y méritos para alojar a los caballeros de mejor linaje.

Gauillón llamó a uno de los hombres que lo habían acompañado, de nombre Julién.

– ¡Haz callar a esa vieja- le dijo por lo bajo-, pero sin llamar la atención!

Julién hizo un gesto de asentimiento y disimuladamente caminó hacia el fondo del salón. Unos segundos después la vieja, en mitad de una perorata, desaparecía de encima del escaño sobre el cual había estado parada alentando una especie de rebelión. Como estaba ubicada detrás del grupo nadie notó su ausencia.

Gauillón terminó su arenga, con un sentimiento de satisfacción. Aquellas mujeres jóvenes y apetecibles parecían estar muy conformes con la propuesta. “A rey muerto rey puesto”, pensaba el Conde mientras iba calculando que beneficios podía sacar de todo aquello. Estaba seguro de que su posición mejoraría sensiblemente a los ojos de los principales señores del reino.En cuánto a lo otro, al verdadero objetivo de aquel torneo convocado en un lugar ignoto de la Bretaña, no se le ocultaba que había algo no del todo expresado, pero de momento no le preocupaba, ya lo sabría a su tiempo. Tendría que andar con mucho tiento, eso sí, no fuera a ser devorado por aquella manada de lobos, como había dicho la vieja, pero era como un desafío, una prueba que tarde o temprano se le presentaba a un hombre y de lo cual dependía su futuro. Se consideraba alertado, ¡estaría pronto cuando llegara el momento!