La Conjura de Gailsden – Cap. 4

EL PRÍNCIPE DE GULBENZI

 

Francesco di Marco Dattini, Príncipe de Gulbenzi- banquero, terrateniente y mercader, uno de los principales del partido güelfo de Florencia-  desapareció un día sin dejar rastros. Su partida coincidió con la llegada del vandálico jefe militar gibelino Sciarra Colonna que arrasó a sangre y fuego la Toscana en el año 1299.

No se supo más de él. Y no es cierto lo que afirma una antigua leyenda familiar en cuanto a que habría integrado el contingente de cristianos que murió defendiendo San Juan de Acre, capital del Reino Cristiano de Jerusalem, ese mismo año de 1299.

La verdad es que aquella tarde de noviembre de 1299 bajo un sol rojizo, encontramos a Francesco di Marco Dattini huyendo al galope despavorido por los suburbios despoblados de Florencia. Lo acompañaban su Senescal y su Copero Mayor o Mayordomo, ambos sosteniendo las bridas de jacas colmadas de carga.

Cuando su último bastión, la fortaleza del Basso en las colinas del Pratto, ardió en llamas, y vio el desbande de sus condotieros se convenció de que la derrota era inevitable.

-¡Preparad las cabalgaduras, llenad las alforjas de víveres y cargadlas- ordenó a sus más fieles servidores-, es menester partir inmediatamente!

Terminó de atar a su caballo una bolsa repleta de florines de oro, se guardó unos documentos bancarios, saltó sobre su alazán y sin mirar atrás lo espoleó hasta entrar en un galope desenfrenado. Sentimientos encontrados surcaban su mente mientras incrementaba la distancia que lo separaba de su amada Florencia. En ese mismo momento otro grande del Florencia, bien conocido por el príncipe Dattini, con quien había compartido alguno que otro prosciutto acompañado por generosos prosseco y discusiones sobre mujeres, poesía y política, se sometía a un exilio voluntario del que nunca volvería. (*) Florencia expulsaba una vez más a sus ciudadanos más ilustres. A Gulbenzi, nombre con el cual lo identificaremos en delante, le reconfortaba pensar que la repudiada familia Colonna no tardaría en ser expulsada de la ciudad y que el grueso de su  fortuna permanecía oculto y a salvo bajo la fiel custodia de los leales caballeros helvéticos… No podría evitar en cambio la profanación de sus palacios, muy especialmente su amada villa llamada “Il Paradiso”.

A pesar de todo le envolvía un vago y extraño sentimiento de placer, el vértigo de la carrera le insuflaba un aire nuevo de libertad y aventura más acorde con su juventud y arrogancia. La hasta ahora aburrida vida de cancillerías y consejos se le estaba haciendo cada vez más insoportable. ¿Para qué aquellas  interminables horas de entrenamiento, saltos ecuestres, agitados lances de espada y acrobáticas técnicas de lucha, si estaba destinado a permanecer vegetando y engordando en sus palacios? Por otro lado no le venía mal ausentarse por un tiempo de Florencia. Tomaba distancia a la vez de los

 

(*) La referencia es obviamente al creador de la Divina Comedia y del idioma italiano, el gran Dante Alighieri.

 

 

 

conflictos sociales y políticos que estaban en su punto álgido y de los líos referentes al bello sexo y a sus cónyuges demasiado propensos a los celos que habían  jurado acabar con él cuando menos lo esperara.

Sus  cerradas convicciones políticas le habían llevado a la cumbre de los estratos de influencia social cuando fue  nombrado superintendente de finanzas del Papa Bonifacio VIII; había amasado una  inmensa fortuna, pero ahora todo aquello se tornaba en su contra, y  su condición de hombre de confianza del Papa se transformaba en un grave peligro para su vida.

La obstinación con la que el Sumo Pontífice se había dedicado a pelearse con las casas reales más poderosas de Europa le había conducido a la caída y a la consiguiente desgracia de sus amigos y protegidos.

Gulbenzi iba ataviado todavía como el señor que era, y al pasar frente a los campesinos, algunos le gritaban:

– ¡Por fin Alteza emprendéis el camino del Señor! ¡Muerte a los sarracenos!

Pero el príncipe no se dirigía ni remotamente a las Cruzadas. Se dirigía a Aragón, a los feudos de su amigo el poderoso Conde de Villajoyosa y  Alfaz. Y para ello debía alcanzar el puerto de  Génova lo antes posible para llegar a tiempo de abordar una de las carracas de su  compañía naviera que partiría escoltada por trirremes de guerra aragonesas en el término de tres días.

Para lograr su objetivo debía  sortear territorios hostiles, por lo cual se propuso en la primera parada que hicieran deshacerse de sus vestimentas principescas y adoptar las más sencillas de un gentilhombre cualquiera. Sabía que los hombres de Sciarra irían tras de sus pasos, aunque tenía la esperanza de que le hubieran perdido el rastro.

Había logrado alejarse de Florencia evitando los caminos principales, pero estos se iban angostando hasta que se convirtieron por fin en verdaderos callejones sin salida. No le quedó otra alternativa que internarse en la espesura del bosque, refugio laberíntico que si bien por un lado le ofrecía una precaria seguridad ni remotamente era la culminación de su viaje.

Sus sirvientes, acostumbrados a los refinamientos de la corte, le seguían desconcertados sin pronunciar palabra. Claudius, el grueso Senescal, obseso por la limpieza, odiaba el bosque, la resina de los pinos se le impregnaba en su vestido carmesí y cada vez que se le rasgaba la tela de su ropaje sufría como si le hubieran herido en el propio cuerpo. Ansioso por dejar la maldita maraña del bosque le había parecido ver a través del follaje un pequeño claro, por lo que sin mediar reflexión alguna hincó salvajemente las espuelas a su caballo. Si bien a la vista parecía un pequeño valle, su corcel  había olfateado algo extraño porque se negaba tercamente a avanzar. Ni que decir que el digno Senescal no estaba para soportar caprichos equinos, le propinó un fuerte mandoble en las ancas con el rebenque y volvió a clavarle bárbaramente las espuelas en los ijares. El noble bruto no tuvo otra que emprender una alocada carrera hacia el objetivo.  Pero, sabido es que hasta la fidelidad de los animales tiene sus límites, y al llegar al borde mismo del descampado, el equino clavó sus patas delanteras y casi enterró su cabeza en tierra. El adiposo Senescal salió catapultado y lanzó un alarido antes de pegar un estruendoso panzaso en la  ciénaga, que eso era lo que el gordo senescal había tomado por un aparente soto en el bosque. Luego de provocar una estampida de insectos y alimañas el gordo Claudius desapareció de la superficie.

El rostro de Giuseppino, su circunspecto bodeguero, se frunció en una mueca, que en él significaba una sonora carcajada; ver hundirse a su insoportable y pulcro jefe en ese pantano, fue sin dudas el acontecimiento más reconfortante del día.

Enlazar y sacar al Senescal del tembladeral fue un esfuerzo mayor que por supuesto recayó en su caballo, lo que no salvó al noble bruto de ser sometido a otra golpiza, aunque en este caso interrumpida bruscamente por Gulbenzi, harto de ver maltratar al animal, que después de todo les había salvado la vida a todos al impedir que se introdujeran ciegamente en la temible ciénaga.

 

 

Al llegar la noche encendieron un fuego y durmieron espalda contra espalda turnándose en la vigilancia, aunque los ruidos nocturnos del bosque los mantuvieron despiertos casi toda la noche.

Al amanecer dieron cuenta de buena parte de las provisiones y se pusieron en marcha. Horas después emergieron del bosque, pero para su desgracia habían recorrido el camino a la inversa y salieron a un camino principal justo en el momento en que pasaba una tropa de soldados gibelinos. Advertirlos y abalanzarse sobre ellos fue cosa de un instante.

El temeroso Claudius, agotado y cubierto  de barro se atrevió a aconsejar al Príncipe: “Retornemos rápido al bosque, esas gentes tienen muy malas intenciones”. Pero para su consternación el Príncipe hizo caso omiso de sus palabras y permaneció inmóvil, juzgando prudentemente que no llegarían a la protección de los árboles y que lo mejor era no aparentar temor. Amagó desenvainar la espada, pero luego la devolvió a su lugar; no era posible enfrentar a tantos soldados. En cambio levantó la mano llamando a parlamentar. Por fortuna para ellos el capitán vio que sólo se trataba de tres personas y dio la orden de detenerse. Tenía aspecto de ser un oficial de baja jerarquía, tosco y ojeroso.

-¿Quienes sois, que hacéis por estos parajes?- gritó, pronto a dar una orden de la cual dependía la vida de sus interlocutores-   ¡Más os vale hablar y pronto, o las alimañas se darán un banquete con vuestras entrañas!

– Mantened la calma caballero, -contestó Gulbenzi con firmeza y serenidad- sólo estamos de paso. En vuestras palabras percibo al gentilhombre de raza, y la fraternidad entre pares es una ley entre caballeros. Soy Bimbo de Pauli, Señor del Feudo de Pignerolo del Piamonte, soy comerciante y me encontraba en viaje de negocios entre mi patria, la Toscana y Génova.

Había inventado el nombre al voleo, aunque el feudo existía y también el tal Bimbo, un viejo comediante romano de Monteverdi, desconocido fuera del Lazio. Suponía que de saber aquellos hombres su verdadera identidad sus complicaciones se multiplicarían. Difícilmente saldrían con vida de de aquel trance, sobre todo después que aquella gente se enterara de la enorme suma que transportaba en su equipaje. Se alegró asimismo de haberse desecho de sus símbolos principescos, el león rampante en sable sobre campo de azur con un sol rojo sobre su cabeza, todos conocían los símbolos del príncipe güelfo, aunque pocos habían visto su rostro. Todo esto lo pensó en un segundo mientras adelantaba su caballo y extendía sus alforjas hacia el oficial gibelino.

-Aceptad por favor que alivie el peso de mis bolsas compartiéndolas con vosotros, y así ese sentimiento de fraternidad quedará afianzado. Estoy seguro que olvidaréis nuestro encuentro con este feliz desenlace. Me disponía a efectuar ciertas transacciones en Génova, y veréis que es una importante cantidad de florines de oro- omitió hablar en cambio de los documentos que guardaba en su cintura, que valían mucho más y bien poco significaban para el militar, a quien supuso analfabeto al igual que sus hombres.

 

 

 

-¡Con gusto compartiré el oro con vosotros- continuó diciendo- y agregaré una letra firmada por una cifra mayor! Eso sí, os advierto que no podréis hacer efectiva la letra hasta tanto los caballeros helvéticos no hayan corroborado que estoy vivo. Es el seguro que tenemos para los numerosos casos de secuestro que sufrimos quienes por nuestro comercio debemos trasladarnos de un lugar a otro. Contáis con mi palabra de que cobraréis si me dejáis partir. No soy vuestro enemigo, ¡sólo quiero regresar a mi patria del Piamonte, de la cual nunca debí salir!

Dijo esto con la voz más apaciguadora y plañidera que pudo, sabiendo que su vida y la de sus compañeros dependían del talante del hosco oficial pratolino.

Ni lerdo ni perezoso el hombre abrió las alforjas y ante sus ojos apareció una fortuna dorada. Nunca había visto tanto oro en su vida.

-Son veinte mil florines, una cantidad digna de un príncipe- dijo Gulbenzi. El oficial vaciló, a la codicia se enfrentaron ahora disímiles pensamientos. Gulbenzi se veía pálido aunque contenido, su vida estaba ahora en manos de aquellos rústicos hombres de armas. Efectivamente el oficial meditaba si lo mejor sería asesinarlos allí mismo para cubrir los rastros de su incipiente riqueza, o entregar a aquellos hombres a sus superiores, como correspondía. Esta última posibilidad fue descartada de inmediato, significaría decirle adiós a aquella fortuna, lo más probable es que sus propios hombres se lo impidieran, lanzándose sobre él y degollándolo allí mismo. Para suerte de los prófugos el oficial conservaba algo de sensibilidad, le costaba comportarse como un forajido y asesino cualquiera. Luego de un instante que le pareció eterno, se oyó la voz del jefe de la partida:

-¡Mi querido Señor os sorprendería saber cuan frágil puede ser mi memoria en ocasiones como ésta! –rio irónicamente al advertir el gesto de alivio de los servidores de Gulbenzi, y ensayando una exagerada reverencia agregó: -Y de la letra os hacemos gracia, no seremos tan tontos como para comprometernos aceptando un documento que puede costarnos la vida. Nos bastará con los florines. ¡Y ahora partid, y rápido, antes que nos arrepintamos¡ Y agregaré un consejo, abandonad cuanto antes la Toscana, que vuestro próximo encuentro podría ser el último, ¡nuestro señor Sciarra odia a cualquier aliado de nuestros enemigos, venga de donde venga!

– No soy aliado de nadie- dijo prudentemente Gulbenzi-, sólo soy un hombre de negocios.  Yo y mis dos servidores quedamos atrapados en una guerra que no es nuestra.

– Aún así, comerciar con el enemigo es un delito en estos tiempos. Os harán torturar para ver que pueden sacaros, y si no pueden sacaros nada peor, ¡cuando terminen con vosotros no quedará carne ni para los cuervos!

– Sólo un consejo os pido, no conocemos estas tierras –dijo Gulbenzi, y no mentía, nunca se había ocupado de esos detalles, ni se había apartado de los castillos y las ricas ciudades de la Toscana y el Milanesado-, ¿qué camino nos aconsejáis?

– Una encrucijada se abre ante vosotros. Como una legua más adelante encontraréis un tupido bosque, y en él dos caminos: el de la izquierda conduce al selvático feudo del Señor de Albuzzi, plagado de bandoleros y animales salvajes, por él tardaréis muchos días en llegar a Génova, si llegáis. El de la derecha es más corto, hacia el noreste. Debéis igualmente atravesar el bosque, pero después de atravesarlo llegaréis a los enjardinados cotos de caza del malvado déspota de Lucca, Castruccio de Castracane. Os recomiendo el camino de Albuzzi, el territorio es largo, áspero y salvaje, pero es más seguro. Por tierras de Castracane no llegarías nunca a Génova, es un hombre cruel que sospecha que todos los extranjeros son espías o ladrones. Pero ése es vuestro asunto. Debes partir de inmediato, y para asegurarnos de ello os mantendré vigilados hasta la frontera. Una vez que la hayas traspasado estáis por las vuestras, ¡y si vuelvo a veros yo mismo me encargaré de que sea el último día que veáis el sol!

 

 

A todo esto, en el mar, las armadas de Aragón y Francia protegían a las naves mercantes que surcaban el Mediterráneo acosadas por piratas de variada procedencia, mayoritariamente sarracenos, pero también normandos, ingleses, hanseáticos y renegados de toda Europa. Pero esa es otra parte de la historia. Por ahora nuestros personajes tratan de llegar por tierra hasta la República de Génova y escapar así a una muerte segura.

 

 

Discusión

  1. Leonel Recine