- Fugas y desenredos. El final se acerca.
Apenas se hubo apartado un trecho prudencial de Gailsden, Lusignan abandonó la litera y montó a caballo. Prefirió una silla de paseo, desechando la montura de combate, era más cómoda y menos rígida. Hizo agregar varios cueros mullidos de carnero y bebió abundantemente una tizana de tilo y amapolas que le había preparado Vana para combatir los dolores de las costillas rotas. Claro que quedó medio adormilado, pero eso no le preocupaba, prefería el caballo a los saltos de los rígidos carros, y como buen soldado podía dormir mientras cabalgaba, al estilo de los guerreros mogoles. Partieron apenas media hora después de los hechos reseñados, al oscurecer se perdieron entre los bosques aledaños mientras al fondo del grupo algunos hombres ataron grandes ramas a sus caballos y así iban borrando los rastros detrás de ellos, a la vez que desparramaban diversas sustancias odoríferas para confundir a los perros, por si a alguien se les ocurría seguirlos, cosa que afortunadamente no ocurrió. Pero Lusignan sabía ser previsor. Temía, es un decir, tanto las inquinas de Dreux como las de Gauillón, nunca se sabe a lo que puede llegar el despecho de un hombre.
Al mismo tiempo otro Señor era llevado lentamente por su comitiva mientras se debatía entre la vida y la muerte, acostado en el lecho de un carro, rodeado de todas las precarias comodidades que era posible brindarle en esas circunstancias. Era el Señor de la Vendome, quien en un rapto de lucidez había resuelto regresar a su tierra, para dejar ordenados sus asuntos en el caso de que su última hora estuviera próxima. Eran tales sus ayes, su mala color y su delirio, productos de la fiebre causada por la herida que le infringiera Rodrigo de Villajoyosa, que sus acompañantes casi desterraban toda expectativa al respecto, pero extremaban sus cuidados y sus desvelos para cumplir con lo que podía ser la última voluntad de su señor.
A esta altura, como es fácil de suponer, la acción se desarrollaba en varios planos. Gauillón, herido de consideración, profusamente vendado e inmovilizado de momento, había enviado emisarios a Valois y a Dreux, solicitando su comparecencia en vista de la grave afrenta de la que había sido víctima por parte de Lusignan y Villajoyosa, cuya traición afectaba a todos, y no sólo a él.
En realidad ambos nobles preferían verse libres de la incómoda presencia de Lusignan y Villajoyosa, así que allá fueron de mala gana, postergando el banquete y la compañía femenina que se aprestaban a disfrutar, como todas las noches. La costumbre era velar las armas antes de un combate tan importante, pero Dreux no era muy aficionado a las viejas reglas y principios de la caballería, antes bien le importaban muy poco, al igual que Gauillón y su encantamiento con Ximena Dafons, así que gruñendo malhumorado aceptó seguir a Valois y se dirigieron ambos al Castillo de Gailsden.
Mientras tanto, en otro lugar de los campamentos también se digitaban asuntos que de alguna manera comprometían toda la empresa. Blois quería regresar cuanto antes a sus tierras con su nueva adquisición, Doménico, el castratti que le sorbía el seso… y el sexo. Aspiraba a volver lo más pronto posible a sus posesiones del Val del Loire, para disfrutar de las leñes caricias que le arrebataban y le ofrecían un paraíso que nunca había soñado, además de una voz privilegiada que daría prestigio y realce a su pequeña corte de señor de provincias. Reunió a Foix, Armagnac, al Conde de Comminges y un par de nobles de menor alcurnia y les expuso francamente lo que nosotros ya sabemos: el Rey Felipe IV estaba al tanto de la supuesta conjura, y estaba dispuesto a permitir los desvaríos de su impulsivo hermano, a quién amaba y protegía, mientras no pusiera en peligro sus propios intereses y los del reino. Le estaba permitido divertirse y hasta conspirar un poquito, pero no ocurría lo mismo con los otros señores que allí se encontraban: participar en una rocambolesca empresa secesionista sería considerado una traición, y sus tierras desamparadas corrían el peligro de ser expropiadas y desoladas en ausencia de su amo. Imagínense el impacto que esta revelación produjo en los señores antes reseñados. Foix reaccionó hoscamente mandando al diablo al rey y a su hermano y afirmando que nada le importaba de ninguno de los dos, y que estaba allí… ¿por qué estaba allí? Le costó reorientar su pensamiento y terminó diciéndose que su único objetivo era el torneo, una diversión de caballeros, y que el tema de la conjura no era asunto suyo ni le importaba en lo más mínimo. Los demás se miraron, más bien se interrogaron mudamente, y Armagnac, el decano de aquella expedición, una especie de Néstor más solapado, dijo por lo bajo al Señor de Comminges que quizás lo mejor fuera esperar a que terminara el Torneo, no era cuestión de retirase de manera muy ostensible, hacer unas cuantas promesas vagas, regresar por donde vinieron y ¡hasta nunca Señor de Valois, y cada uno a sus asuntos!
-¡Sabia proposición!- le contestó en forma apenas audible Comminges, y luego levantando la voz agregó- ¡Nosotros no somos conspiradores ni cosa que se le parezca, creímos que se trataba de una empresa aprobada por el rey, y si no es así nada tenemos que hacer aquí!
Blois puso cara satisfecha y dijo:
– Creo que nadie de los presentes querrá enemistarse con el rey, tengo el propósito de partir muy pronto – en realidad pensaba retirarse esa misma noche, y cómo ya vimos no era el único-. Quería que supieses la intención del rey, que eso me ha encomendado, y os ruego que guardéis silencio sobre mi participación en este asunto, no quiero que Valois me odie, debéis estarme agradecidos por haber puesto todo esto en vuestro conocimiento. Me estoy arriesgando por vosotros, ¡quién sabe qué hará Valois si se entera de nuestras intenciones, y sobre todo de mi participación! ¡No soy un traidor, en realidad esta empresa siempre fue un tanto funambulesca, se sustentaba por el vino generoso de Gauillón y las bellas mujeres que virtualmente arrojó en nuestros brazos! ¡En lo que a mí respecta mi fidelidad está únicamente comprometida con el rey y la nación francesa!
¿La nación francesa? ¿Y eso qué era? Quizás acá la historia se enreda un poco en el tiempo, o las palabras puestas en boca de Blois sean un tanto ambiciosas y anacrónicas, o quizás realmente era un visionario, y leía con insospechada claridad el futuro. Felipe IV estaba decidido a unificar a los francos bajo su mandato, a hacer un sólo amasijo con las baronías, condados y ducados, echarles un poco de levadura real y cocinar un poderoso imperio. Sus campañas y anatemas contra los Caballeros Templarios habían puesto en claro que no admitía en Francia ningún otro poder que el de la corona, y que no iba a detenerse ante nada. Entendamos la famosa razón de Estado, a la que se referiría poco más de un siglo después Nicolás de Maquiavelo. Para sobrevivir, una nación debía ser fuerte, y el Príncipe no debía detenerse ante nada. Dicen que el modelo de Maquiavelo fue Cesar Borgia, pero bien pudo haberlo sido Felipe IV, un poco más antiguo que el hijo del Papa Alejandro VI, pero más grandioso en sus ambiciones y sus logros.
Los Señores allí presentes conocían bien a Felipe IV, todos ellos se llevaron a un tiempo la mano a la barba en un gesto coreográfico, casi risible, y la mesaron lenta y minuciosamente, en señal de que estaban meditando con gran seriedad y preocupación. La respuesta no podía ser otra. Poco después los señores se retiraban, algunos discutían la situación, otros callaban, en señal de que ya sabían lo que debían hacer. Algo había cambiado esa noche, y todos buscaban una única cosa: cómo salir de aquel embrollo.
Entretanto el Conde de Foix, que debía enfrentar al día siguiente al ambicioso Dreux, también meditaba y estudiaban concienzudamente la situación y sus propias conveniencias. No podía partir, como fue su primera intención, se hubiera dicho por ahí que tenía miedo a enfrentar a Dreux, por lo que debía quedarse, aunque tenía bien claro que las cosas se habían complicado, que la importancia y la relevancia de aquel torneo de repente habían desaparecido, y que estaba condenado a un rápido olvido como tantas cosas que atañían a él y a sus nobles compañeros.
¿Cómo se desarrollaron a partir de aquí las cosas? Abreviemos los acontecimientos. Las noticias de que Blois, Comminges y Armagnac regresaban a sus tierras, agregado a la repentina deserción de Lusignan, y al estado de Vendóme que era devuelto a su feudo más muerto que vivo, llegaron rápidamente a oídos de Valois, quien tenía bien pocas ganas de perseguir a Lusignan y los suyos, aunque le había prometido a Gauillón “que algo haría al respecto”, claro que no antes del amanecer. Pero el efecto de las malas nuevas fue que Valois se sumió de inmediato en una profunda depresión. Todo se había derrumbado. A todo esto Gauillón con voz tétrica levantaba la mano y desde su cama levantaba la mano y extendiendo sus dedos hacia el horizonte continuaba con su letanía: “Ximena, Ximena, ¿dónde está Ximena? ¡Ah traidores que me habéis robado la joya más valiosa de mi baronía! ¡Valois, dónde estás Valois que no me la devuelves, tú, tú nos trajiste a esta plaga de caballeros gorrones y traidores, tú debes velar ahora por tu leal y malherido súbdito y devolvérmela!”.
Valois escuchaba estos gritos destemplados desde la sala del castillo, donde se había aposentado frente al sempiterno fuego del hogar con una gran copa de vino en una mano y una espada en la otra. La irritación y el abatimiento se disputaban su ánimo en iguales condiciones. Derrumbado sobre el reclinadero, el rostro ensombrecido, contemplaba fijamente el fuego, absorto en sus pensamientos. Era la imagen misma de la desazón. Le irritaba la letanía de Gauillón, cuyo estúpido problema amoroso no se podía comparar con el final de sus sueños de grandeza. “¡Quién se cree que es este cretino, si no voy a su estancia y lo levanto a sopapos es en consideración a su estado!”, pero al mismo tiempo recordaba la innegable “traición” de Lusignan y Blois, olvidando las propias como es usual entre los poderosos, pero, ¿tenía algún sentido ahora salir en persecución de Lusignan y Villajoyosa como reclamaba Gauillón, y todo por una mujer, cuando su propio castillo de ilusiones se derrumbaba? Ni que fuera Helena de Troya, o la reina Ginebra, meditaba. ¿Y a quién perseguiría, a quien visitaría en su tienda para reclamar lealtad con las armas en la mano, a Blois, a Comminges, a Armagnac, quienes ya habían anunciado su deserción? Se quedó hundido en el lecho la mañana siguiente y no se levantó para ir al campo, tampoco concurrió ningún otro Señor, si es que quedaba alguno, todos habían decidido volver a su lugar de origen ante la amenaza de Felipe IV trasmitida por Blois. La gente del pueblo ya estaba enterada de algunos hechos, inclusive de que su señor natural, Gauillón, se encontraba postrado, gravemente herido como consecuencia de la felonía cometida por uno de los invitados, de que el hijo de los Dafons también se encontraba con un pie en la tumba, y temerosos de que el conflicto entre los nobles los arrastrara se quedaron en sus casas hasta ver en que paraba aquello. Solo alguno se dio una vuelta, de lejos, para ver si el torneo tenía finalmente terminaba, con lo que a la hora fijada para el encuentro final solamente Dreux y Fois con sus respectivos contingentes se hicieron presentes al cabo del campo. Con asombro descubrieron que estaban solos casi del todo, como en un espectáculo de escaso atractivo sólo unas pocas personas se habían arrimado, pero de lejos, sin comprometerse. Ambos estaban al tanto de lo ocurrido la noche anterior, después de todo Foix había participado de la reunión con Blois, y Dreux tenía por supuesto oídos por todas partes, y ya le habían llegado noticias de los percances relacionados con la causa. Ambos se sentían más inclinados a regresar a sus tierras que a seguir adelante con aquel guirigay, pero un trasnochado sentido del honor les obligaba a presentarse allí esa mañana.
En vista de la falta de sentido que tenía aquel combate del cual no solo iban a ser los protagonistas sino también los casi únicos espectadores, ambos paladines se entrevistaron brevemente preguntándose si valía la pena seguir adelante con aquello, cuando ni siquiera Valois se hacía presente. Mandaron entonces emisarios al Castillo de Gauillón, donde se alojaba Carlos Capetto, Conde de Valois, para elucidar de alguna manera aquella incómoda situación. Encontraron al Conde acostado en el mullido reclinadero, padeciendo todavía las consecuencias de la terrible borrachera de la noche anterior, y sin ánimo ni para levantarse.
Después de deliberar unos minutos, se resolvió que por el honor de ambos y para evitar el ridículo, el combate final tendría que realizarse igualmente. De mala gana Valois movilizó a su gente hacia el campo, arrastrando de paso a cuantos campesinos encontraron en las cercanías, para así darle un marco adecuado. Faltó el entusiasmo delirante y el esplendor de los primeros días, pero del campo de ambos contendientes se alzó igualmente la gritería, sonaron trompetas y atabales y se dispusieron al duelo. Gallardamente situados cada uno al extremo del campo, los grímpalos flameantes, las armaduras bruñidas y brillantes, los enormes caballos cubiertos de trapos y pedrerías, no fue posible sino admirarse una vez más por el esplendente espectáculo de la caballería medieval. Corría en año de 1303, la institución creada a partir de la leyenda del Rey Arturo y los Caballeros de la Mesa Redonda se remontaba al siglo VI, en los albores de la Edad Media, y en este Siglo XIV que se iniciaba tendría su previsible final. Hacia fines de siglo el poder de las armas de fuego empleadas por los ejércitos de línea barrió aquel contingente de esforzados caballeros que durante la Edad Media había llevado sobre sus hombros la pesada carga de la guerra. Pero aquél día, en aquella hora, Dreux y Fois, dos de los últimos caballeros, que para nada eran un modelo de moral y ética personales, brindaron una vez más el espectáculo maravilloso de dos soberbias “máquinas” de combate galopando orgullosamente por el campo que resonaba bajo los cascos imponentes y abalanzándose el uno sobre el otro con gran estruendo de hierros y maderas acompañados por las sonoras exclamaciones del público. ¿Cuál fue el desenlace de este enfrentamiento? Acá la memoria se debilita, se adelgaza, como si no fuera tan importante, que de hecho no lo era. Después de todo ambos contendientes sabían que lo único que aquí se empeñaba era el honor de ir hasta el final, y eso ¿importa realmente? Pero algunos creían recordar, y era lo más plausible, que el combate se pactó a tres lanzas, que cada uno destruyó las suyas al cabo de tres acometidas, en cada una de las cuales saltaron en astillas, totalmente inutilizadas. Se dio la contienda por empatada, se declaró igualado el campo y los rivales regresaron módicamente contentos y satisfechos a sus tiendas. Aunque no del todo, claro. Algunos no habían salido indemnes del frustrado episodio, y guardarían un mal recuerdo de aquellos días. Pero también estaban los que habían obtenido un beneficio, en ningún caso material, sino estrictamente personal y afectivo. Y aquí podríamos poner punto final al Gran Torneo de Gailsden, que algunos, unos pocos, recordarían como un gran fiasco, más merecedor de enriquecer los anecdotarios de juglares y bufones que de ser conmemorada con cánticos homéricos. Sólo otra empresa bizarra y sin futuro de las emprendidas a lo largo de su vida por Carlos Capetto, Conde de Valois, hermano del tan poderoso y determinado como cruel y despótico Rey de Francia, Felipe IV Capeto, inexplicablemente apodado “el Hermoso”.